Camafeos: mirada de extranjeros sobre la mujer puertorriqueña, siglos XVII, XVIII y XIX

Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 23 de febrero de 2020.

Por Marcelino Canino Salgado

En el año de 1644, el para entonces Obispo de Puerto Rico Fray Damián López de Haro escribió a Juan Diez de la Calle, oficial de la secretaría de Nueva España en el Consejo de Indias, una curiosa carta relación donde en la apretada síntesis que le ofrece el espacio de un soneto hace una sinopsis de las circunstancias isleñas:[1]

Esta es Señora una pequeña islilla
falta de bastimentos y dineros,
andan los negros como en ésa en cueros
y hay más gente en la cárcel de Sevilla.

Aquí están los blasones de Castilla
en pocas casas, muchos caballeros
todos tratantes en jengibre y cueros:
los Mendoza, Guzmanes y el Padilla.

Hay agua en los aljibes si ha llovido,
Iglesia catedral, clérigos pocos,
hermosas damas faltas de donaire[2],

la ambición y la envidia aquí han nacido,
mucho calor y sombra de los cocos,
y es lo mejor de todo un poco de aire.

Es la primera vez que un obispo español califica a las damas puertorriqueñas de “hermosas”, pero “faltas de donaire”. Entiéndase “donaire” en la tercera acepción del Diccionario de la lengua española: Gallardía, gentileza, soltura y agilidad airosa de cuerpo para andar, danzar, etc.

El endecasílabo no debe entenderse como un insulto sino más bien como un anti-piropo. Consideremos que la frase proviene de un obispo sumamente conservador con su tono de misoginia disimulada.

Ciento treinta y cuatro años después del soneto aludido, la percepción que los curas españoles tenían de la mujer criolla había cambiado poco.

Fray Iñigo Abad y la Sierra

Un ejemplo elocuente lo constituyen los juicios que sobre nuestras féminas expresó el misionero benedictino Fray Iñigo Abad y la Sierra quien, como resultado de su prolongada estadía en la Isla de Puerto Rico nos deja en legado su célebre Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, publicada en Madrid en el año de 1788.[3]

Fray Iñigo vino a Puerto Rico cuando Fray Manuel Jiménez Pérez[4] fue nombrado Obispo de la Diócesis. Fray Manuel nombró como su secretario y confesor a su hermano benedictino. Nos interesa destacar al benedictino como el primer historiador sinóptico de Puerto Rico. Sinóptico porque su obra historiográfica recoge de manera sintética las aportaciones de los que le precedieron. Fray Iñigo, proclive a las estadísticas revisó datos, corroboró informaciones y redactó una síntesis histórica según su mejor saber.

Formado dentro de los ardientes aires de la Ilustración europea, adquirió un ensamblaje científico utilísimo para acercarse verazmente a la historia de los nuevos territorios que abordaba. El hombre de carne y hueso era el centro primordial de su interés humanístico y científico. Por eso en su Historia geográfica, civil… dedica dos capítulos de sin igual importancia sobre los habitantes de la Isla. Los capítulos XXX y XXXI titulados: “Carácter y diferentes castas de los habitantes de la Isla de San Juan de Puerto Rico” y “Usos y costumbres de los habitantes de esta Isla”, respectivamente.

En estos dos capítulos Fray Iñigo esboza un desapasionado retrato de la mujer criolla puertorriqueña. Desapasionado, por objetivo y por propender a las normas científicas expresadas por la Ilustración europea de entonces. Vemos la primera pincelada abarcadora:

Las mujeres aman a los españoles con preferencia a los criollos; son de buena disposición; pero el aire salitroso de la mar les consume los dientes y priva de aquel color vivo y agradable que resulta en las damas de otros países; el calor las hace desidiosas y desaliñadas; se casan muy temprano, son fecundas, aficionadas al baile y a correr a caballo, lo que ejecutan con destreza y desembarazo extraordinario. (p. 182)

La segunda pincelada es más abarcadora:

Las mujeres van igualmente descalzas; llevan uno o dos pares de sayas de indiana o lienzo pintado, una camisa muy escotada por los pechos y espaldas, toda llena de pliegues de arriba abajo; las mangas las atan sobre los codos con cintas, y un pañuelo en la cabeza. Cuando salen a misa usan mantilla o un lienzo largo como paño de manos con que se rebozan, y chinelas. Cuando van a los bailes o montan a caballo, llevan sombrero redondo de palma con muchas cintas, o negro con galón de oro. Las blancas y las que tienen caudal, usan estas ropas de angaripolas[5] y de olanes (sic)[6] muy finos y labrados; suelen llevar una cadena de oro al cuello y algún escapulario. Clavan en el pelo y en los sombreros cucuyos, cucubanos y otras mariposas de luz, que les sirven de brillante pedrería y lucen con mucha gracia. (p. 187)

Mas el fraile benedictino sale de su arrobo descriptivo de naturalista y vuelve a sus datos objetivos:

El trabajo de las mujeres es casi ninguno: ni hilan, ni hacen media, cosen muy poco, pasan la vida haciendo cigarros y fumando en las hamacas, las faenas de casa corren por cuenta de las esclavas. (pp. 187-188)

Más adelante Fray Iñigo aborda la escasa responsabilidad que las madres criollas ejercen sobre sus hijos. Actitud de indiferencia que, según el fraile, unida a los elementos geográficos negativos, así como el mal ejemplo heredado de los indígenas, traen como resultado estas circunstancias deplorables y en nada justificables para una mentalidad forjada en las fraguas de la Ilustración.[7]

Es sumamente curioso el detalle de que nuestras mujeres participaban desde antaño junto a sus maridos e hijos de todas las edades en las cabalgatas de caballos que tradicionalmente eran organizadas para las fiestas de San Juan, San Pedro y San Mateo. La descripción que hace el benedictino nos recuerda las tres pinturas de José Campeche, hasta ahora conocidas, tituladas “Dama a caballo”.[8]

“Dama a Caballo”, José Campeche (1785), Óleo sobre madera. Colección Museo de Arte de Ponce.

Las mujeres van con igual o mayor desembarazo y seguridad que los hombres, sentadas de medio lado sobre sillas a la jineta, con solo un estribo. Llevan espuelas y látigo para avivar la velocidad de los caballos, de los cuales algunos suelen caer muertos sin haber manifestado flaqueza en la carrera, y todos quedan estropeados y sin provecho para mucho tiempo; verdad es que todo el año los cuidan con esmero para lucirlos en estas fiestas. (p. 191)

Constantemente en sus apuntes, Fray Iñigo señala la importancia que tiene el mestizaje, la geografía y la herencia cultural ancestral en el carácter de nuestros compatriotas del ayer. Para la época de Fray Iñigo, esa era la forma más correcta de abordar científicamente la descripción de un grupo humano.

André Pierre Ledrú

Nueve años después de la publicación en Madrid de la Historia de Fray Iñigo, en 1797 tuvo lugar una expedición científica de naturalistas franceses a Puerto Rico y otras islas del Caribe. Los resultados de la expedición no fueron publicados hasta 1810. El principal redactor responsable de la memoria fue André Pierre Ledrú.[9]

En el capítulo III de su memoria Ledrú describe la belleza de la hija del dueño de una hacienda en Loíza donde pernoctaron una noche de lluvia caudalosa. Ya, hacia finales del siglo XVIII se dejan sentir en este pasaje descriptivo los efluvios del romanticismo europeo, sobre todo como reacción a las frías ideas racionalistas de la Ilustración. Veamos:

Largos cabellos negros y rizos flotaban sobre sus espaldas. Llevaba por tocado un pañuelo amarillo con listas azules que envolvía negligentemente su cabeza y cuya orilla anterior trazaba una línea curva sobre su frente. Su traje se componía de un vestido blanco de algodón, ajustado por debajo del seno y cuyas mangas cortas dejaban ver completamente desnudos sus brazos de alabastro…Pero su belleza es superior a mi pobre descripción…¡Cómo pintar el fuego de sus ojos, los delicados perfiles que dibujaban su rostro, el colorido de su tez, sobre la que la naturaleza había sembrado todas las rosas de la primavera…aquel talle esbelto y ligero y aquellas formas torneadas por el amor. Un aire de candor y de ingenuidad embellecía aún más aquella encantadora figura, cuya vista me hizo estremecer… (Cap. III, p. 53)

El arrobo casi místico que provoca en el naturalista la belleza corporal de Francisca, hija del hacendado loíceño don Benito, lo lleva a escribir otros párrafos de igual jaez. No hay duda que Ledrú se escapa momentáneamente de sus trabajos taxonómicos y refugia su exaltada libido en fantasías poéticas.

Queda meridianamente claro que André Pierre Ledrú estaba dirigido más por la emoción sensual de cálido joven francés que por normas científicas de la antropología de su tiempo. También que el discurso de Ledrú se engarza a la tradición literaria de la gineolatría europea medieval. El pasaje del discurso elogioso de Ledrú a la joven Francisca pierde la categoría de prototipo representativo, debido al exceso de emoción que provocaron las descontroladas hormonas en el joven naturalista. Parece ser que ciencia y sentimiento no son afines. Solo en los casos en que triunfa el amor, éste bruñe con su luz cuanto baña. El silencio y humildad aparente de la joven Francisca quedan excusados ante la expresión de su padre don Benito:

Disculpe usted la timidez de mi hija… No está acostumbrada a ver extranjeros.

George Dawson Flinter (Memoria, 1834)

Cerca de 37 años después de la incursión de Pierre Ledrú a Puerto Rico, aparece publicada en lengua inglesa y en Londres la exquisita y pormenorizada memoria sobre nuestra Isla, del militar de origen irlandés George Dawson Flinter, mejor conocido como Colonel Flinter[10]. Militar de carrera, estuvo al servicio de la Corona Inglesa y luego de la España borbónica. Flinter estuvo en Puerto Rico entre 1829 y 1832 pues fue expulsado por razones políticas de la República de Venezuela. Los dos años que estuvo en la Isla en labores diplomáticas a favor de la Corona española los aprovechó el militar para reunir datos sobre el estado o situación económica, social, política y civil del país[11]. Afortunadamente Flinter contó con la colaboración de Pedro Tomás de Córdova a la sazón Secretario de Gobierno.

Las obras de Flinter son poco conocidas entre nuestros estudiosos. Su libro titulado Examen del estado actual de los esclavos de la Isla de Puerto Rico (Nueva York, 1832)[12] ha sido repudiado por los aficionados a la historia patria sin considerar la época y la ideología de su autor.

“Esclava de Puerto Rico”, Luis Paret y Alcázar (1777).

Las dos obras de Flinter demuestran la ideología anti-revolucionaria de un militar de la época sentado en los beneficios que tanto el sistema colonial como la esclavitud negro africana dejaban a los reinos europeos como a las pequeñas oligarquías establecidas en el Nuevo Mundo. Tenía una mentalidad conservadora predicaba que las guerras de la independencia desarrolladas en América Hispana constituían un atraso insalvable contra el progreso y paz de las naciones. Para él el sistema monárquico era el único que se justificaba para reglamentar la vida pues éste tenía la impronta de cientos de años de experiencia positiva.

En su texto An Account of The Present State Of The Island Of Puerto Rico (1834) nos sorprende su aparente liberalidad objetiva al tratar el tema de las características de la mujer puertorriqueña a la que dedica más de cinco páginas detallando sus características y peculiaridades femeninas. Veamos lo más esencial:

La mujer puertorriqueña es generalmente de tamaño mediano. Son elegantes y de delicadas formas; sus cinturas son esbeltas y alargadas. Despierta interés su pálida tez clara, acentuada por la brillantez de sus finos ojos negros. Su pelo es negro como el azabache; sus cejas arqueadas. Poseen en alto grado, ese aire atractivo y elegante que distingue a las damas de Cádiz. Caminan con la gracia que es peculiar a la belleza de las andaluzas. Sus modales no solo son agradables, también fascinantes: sin poseer la ventaja de una educación brillante como las damas de Londres o Paris, ellas poseen una natural agudeza de ingenio, así como una facilidad de modales que en Inglaterra sólo se encuentra en la alta sociedad. Conversan con fluidez, y su talento natural e ingenio, sustituyen el apoyo artificial de la educación. Ellas son, como un todo, mucho más interesantes que bonitas, más amistosas que llenas de perfecciones. Visten con una elegancia y gusto que pocas veces he visto superado; siguen e imitan invariablemente la moda parisina. [13]

Los bailes públicos son espléndidos. Un extranjero quien al caminar por la ciudad durante el día, o al anochecer, no se ha encontrado con una sola mujer excepto con personas de color, estaría sorprendido en la noche al asistir a un salón de baile. Sus ojos estarían deslumbrados por el conjunto de damas puertorriqueñas; él escasamente creería estar en la misma capital donde durante todo el día no pudo encontrar vestigios de personas de tez clara. Esta admiración la expresan todos los extranjeros con mucha certeza, pues seguramente las damas de esta isla, en un salón de baile, harían los honores a cualquier país en el mundo. Aunque se presta muy poca atención a cultivar sus habilidades naturales, aún hay muchas de ellas quienes, por fuerza meramente del talento y su dedicación, han logrado grandes aptitudes en el Francés y la pintura. Sin haber sido enseñadas por un maestro de baile, bailan con gracia y elegancia, y, como toda dama de América, son sumamente apasionadas con el baile.  Son vehementes y gustan extraordinariamente de su propio país, pero tienen la cortesía y buena crianza de no hacer comparaciones odiosas durante las conversaciones de esto con otros. En el círculo doméstico son esposas afectuosas, madres tiernas y apegadas a amistades fieles. Son trabajadoras, frugales y económicas, sin llegar a la mezquindad. [14]

Los elogios persiguen la intención de conformar mediante el halago a la mujer para relegarla siempre al plano doméstico, al de ser compañía y entretención del hombre, máquina reproductora de la especie… En el fondo hay una repetición del machismo expedito ya advertido en otros viajantes: La mujer, donde quiera que se halle es objeto de placer. Siempre he creído que detrás del elogio se esconde la burla y el sarcasmo.

Puertorriqueñas negras educadas

Años más tarde, después de la memoria del Coronel Flinter, resulta simpática la nota de que cuando el poeta español Manuel del Palacio estuvo desterrado en Puerto Rico en el año de 1867, uno de sus pasatiempos más disfrutados era pasar las primeras horas del anochecer en la casa del maestro arquitecto Julián Pagani “hombre de color que vivía en la calle de O´Donnell….” El maestro de obras sumaba hasta cuatro hijas, como cuatro tizones, pero admirablemente educadas, pues lo mismo hablaban el alemán que el francés, igual tocaban el piano que el violín y el arpa, y tan pronto se hacían aplaudir cantando trozos de Rossini o de Verdi como destrozaban los corazones bailando aquellos tanguitos que con tanta gracia improvisaba Tabares (sic)”.[15]

Sobre el arquitecto Julián Pagani escribía en 1933 el entonces Historiador de Puerto Rico, Mariano Abril, señalando que: “Gozaba de cierta prominencia social y todo el mundo lo miraba con respeto”. Julián Pagani era un hombre de influencia en las esferas gubernamentales y el gobierno español lo condecoró y le dio el tratamiento de Excelentísimo Señor. Pagani solía ofrecer con frecuencia fiestas en su casa a las que asistía el gobernador, así como militares de alta graduación. “Sus hijas mulatitas cultas, casaban con hombres blancos”. (El Mundo, San Juan, P.R., 28 de mayo de 1933)

Pero lo peor está por venir…

Visita del cronista del The New York Home Journal[16]

Fue don Manuel Fernández Juncos quien en un extenso artículo publicado en El Buscapié (Año IX, Núm. 15)[17] da cuenta de una publicación ofensiva contra la mujer puertorriqueña efectuada por un turista neoyorquino aparecida en The Home Journal, escrita hacia mediados de 1885. Entre otras burlas contras nuestras mujeres decía el anónimo cronista:

“Como los pájaros de los trópicos, las señoritas usan muchas plumas y todo lo que se pudiera considerar cursi entre las de las zonas templadas; sus adornos consisten de chucherías absurdas, de gusto bárbaro, y solamente aquellas que han estado en los Estados Unidos o en Paris demuestran algún gusto en el vestir. Gustan de las más raras combinaciones de colores y cuando se visten para un baile, parecen como si se hubiesen vestido de arco iris para una mascarada.

“Todavía llevan una carga de pelo postizo y moños como los que se usaban en Norte América hace quince o veinte años y que todavía se encuentran de venta en Puerto Rico, puestas en cajas de cartón con tapa de cristal, como la de un ataúd, y en las cabezas de las señoritas, cuando tienen puesta la mantilla, que usan en vez del bonete de las americanas, trayéndonos a la imaginación aquellos tiempos ya pasados.

“¿Son bonitas las damas puertorriqueñas? Eso depende del gusto de quien las juzgue. Los escritores que han alcanzado la belleza de las mujeres de los trópicos conocen poco a las muchachas americanas. El que guste de las muñecas, es seguro que admirará esta planta tropical. En las clases bajas de la sociedad se encuentran muchachas muy bonitas. Ojos vivarachos, alegres; cuerpos de sílfides, tan graciosos y flexibles cual los de las panteras; tímidas, modestas, con todas las gracias de la coquetería que adornan la mujer de todos los tiempos y de todas las latitudes.

“Ninguna de ellas sabe leer; ninguna de ellas ha visto el interior de una escuela; ignoran que existan libros; nos llaman americanos, y tienen tanto conocimiento de nuestra procedencia como de la composición de las estrellas. A todo lo que se les dice contestan: Sí, señor, y modestamente dejan caer sus largas y negras pestañas sobre unos ojos capaces de causar la ruina de un Marco Antonio.

“Retrato de Angelina Serracante”. Francisco Oller (1885-1886), Óleo sobre tabla. Colección Museo de Historia, Antropología y Arte, Universidad de Puerto Rico.

“Estas muchachas tropicales son bellas, con una hermosura natural digna de ser admirada por ser genuina. Las de la clase alta, aquella cuyos ojos lánguidos y tez de rica frescura han sido el tema para tantas obras literarias en prosa y en verso, podrán ser muy bellas al natural; pero cuando se adornan con artificios para parecerlo, no lo son. Sus ojos son admirablemente negros y picarescos, y el saber uso de ellos con perfección constituye en ellas un objeto de estudio. Dícese que las mujeres de los trópicos pueden dar a una sola de sus miradas más expresión que otras mujeres en todas las de su vida; pero los que tal afirman, indudablemente se hallan bajo la influencia de un exceso de galantería o de pasión amorosa. A mi entender, todas tienen los ojos con igual expresión: lánguidos, apasionados, y generalmente denotan mal genio; fuera de esto carecen de expresión alguna, no tienen la mitad siquiera de la expresión de la mirada de un perro o un caballo bien criados. Demuestran simplemente pasión, no inteligencia.

“Y con los ojos concluye la belleza de la mujer antillana. Y aún destruirá ella misma esa belleza a serle posible, como destruye la de su rostro, pintándole y revocándole toscamente.

“Los químicos venden allí una especie de pasta hecha de cascarones de huevos, con la que se embadurnan la cara las mujeres, hasta alcanzar la apariencia de imágenes de yeso; a todas partes llevan esa mezcla: a la iglesia, a los coches, al teatro, y cuando creen que nadie las observa, se la untan en la cara. No les pasa siquiera por la imaginación la idea de que puede nadie creer que dicho aspecto no sea natural, sino que creen que encierra la mascarilla un misterio de belleza. El cuello y las orejas de estas bellas aparecen diez veces más negros que sus mejillas y su nariz.

“Tienen, generalmente, la boca grande, y los labios algo más gruesos de lo que exigen los clásicos; pero sus dientes son blancos, iguales, bonitos y bien cuidados. Aunque acostumbran consumir en almuerzos y comidas carnes, dulces y confituras, por rareza se ve allí un hombre o mujer que no tenga buena dentadura.

“Pero lo más desagradable de la mujer antillana es su voz; no se halla en ellas aquella voz dulce y de tono musical que constituye uno de los atractivos de las bellezas turcas, ni tampoco el acento resuelto de las muchachas inglesas.

“La voz de la señorita más fina es, por lo común, tan desagradable y tan áspera como el grito de una cotorra; hablan siempre alto y en tono agudo.

“Temprana madurez, rápido decaimiento; he aquí a la mujer de los trópicos. O se secan pronto o caen en la obesidad. ¡No hay una sola vieja de buen ver, como se encuentran comúnmente en los Estados Unidos! Cuando llegan a la edad de cuarenta años, o se ponen flacas y desabridas como una manzana agria, o, por el contrario, gordas y grasientas. Su cutis se arruga por el uso de los emplastos anteriormente descritos, y la falta de ejercicio se demuestra tanto en ellas por su torpeza locomotiva como por su aspecto físico, porque las mujeres de las Antillas no hacen otro ejercicio que el de mecerse en los sillones.”

El artículo que acabo de transcribir provocó enojo en los lectores puertorriqueños y el periódico El Boletín Mercantil[18] salió en defensa de nuestras mujeres con un lacónico y breve comentario:

Que un yankee pretenda poner en ridículo a las bellas puertorriqueñas, dignas hijas de España e idénticas a nuestros hermosos y preciosísimos tipos del Mediodía de la Península, nos parece empresa harto necia y difícil, harto atrevida y desairada.

¿Cuándo podrá la familia yankee dar lecciones de elegancia y buen gusto a las damas españolas de ultramar?

¿Desde cuándo se entremeten los Yankees a reformadores de nuestras costumbre cultas e irreprochables? Risum teneatis.

Una sincera pincelada de ternura

Mas no todo es desaire con la mirada de los extranjeros sobre la mujer puertorriqueña y los puertorriqueños en general. Muy joven cuando comencé mis estudios universitarios en Río Piedras tuve el privilegio de ser alumno de Margot Arce de Vázquez, José Arsenio Torres y de Federico de Onís, entre otros… Cuando fui a estudiar a España, una tarde me llegó la infausta noticia de que Don Federico se había quitado la vida. Me dolió en el alma pues había sido su ayudante por espacio de un año y tomé con él un excelente curso sobre El Quijote de la Mancha. En esa ocasión recordé su emotivo ensayo escrito en el año de 1926 titulado Los ojos puertorriqueños. Decía don Federico entre muchas otras cosas:

Cuando, como es natural, muchos me preguntan acerca de mis impresiones de Puerto Rico, no encuentro contestación que me satisfaga. Digo que estoy muy bien, que todo me gusta aquí, que me parece estar en mi tierra, que hasta creo haber engordado desde mi llegada y que un catarro que tenía agarrado a mi garganta desde hace no sé cuanto tiempo solo aquí se ha acabado de curar. Desde el punto de vista íntimo, parece que no podría decirse más; y, sin embargo, yo me quedo pensando que todas esas palabras deben sonar en los oídos ajenos a vulgaridades o cumplidos.

Se extiende don Federico explicando la imposibilidad de conocer el interior o el alma de un pueblo al igual que la de las personas y concluye su breve y enjundioso ensayo con una aseveración incontestable. Intuye entonces el espejo donde se refleja el alma de los puertorriqueños:

Esta intuición inconsciente nace como nacen las simpatías y antipatías más profundas y definitivas entre los hombres: de una mirada. Es en los ojos –que nada ni nadie puede cambiar– donde leemos el fondo del alma humana. Y yo, desde que llegué a Puerto Rico, veo por todas partes, en la calle, en mis clases, unos ojos negros, castaños o garzos, alegres o tristes, a través de los cuales yo veo un alma que no tiene secretos para mi. Hay en ellos una mirada familiar y conocida, la misma con que se encontraron mis ojos cuando empezaron a ver. [19]

Fuera de los desaires de muchos de los cronistas a la mujer puertorriqueña, la constante admiración a su tez y a sus ojos vivos, tristes o alegres es repetida con frecuencia. Los ojos de la mujer puertorriqueña desde las ingenuas taínas, las afanosas africanas y las ingeniosas y humildes criollas han dejado sus centelleos de luz indeleble en el alma de los hombres, los de afuera y los de adentro, de los poetas o simples enamorados, desde el español Gutierre de Cetina (1520-1557) hasta nuestro José Polonio Hernández Hernández (1892-1922), los ojos reverberan en nuestras almas como espejos alados que vuelan a los rincones más delicados de nuestro espíritu.

Apéndice I

Pastoral contra los escotes del obispo Fray Manuel Jiménez Pérez

Nos el Dr. Fray Manuel Jiménez Pérez, por la Gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de San Juan de Puerto Rico y sus anexos del Consejo de S.M.,&

A vos los fieles y moradores, en esta nuestra diócesis, salud y gracia en Nuestro Señor Jesucristo.

Por personas piadosas que viven sujetas a los preceptos de nuestra Santa ley, se ha notado no sin intenso dolor de su corazón, el abominable aseo y traje deshonesto con que muchas mujeres se atreven a andar por las calles públicas y entrar en la iglesia, llevando la saya tan sumamente corta y el pecho tan descubierto, que solo no escandalizan, sino que al mismo tiempo son causas de muchos y graves pecados; y habiendo llegado hasta nuestra noticia, deseamos el remedio de tan peligroso abuso, y para ello ordenamos y mandamos en virtud de Santa Obediencia, que ninguna persona de cualquier estado que sea use de dichos trajes deshonestos, ni menos tome asiento alto en la iglesia, bajo la pena de ocho reales que se le sacarán de multa por la primera; y por cuanto asimismo, estamos noticiados que hay muchas personas, así hombres como mujeres, que olvidadas de sus principales obligaciones, no solamente dejan de oír misa en los días de precepto, sino que sin el menor reparo trabajan en los domingos y otras festividades en que se prohíbe, ordenamos y mandamos a nuestro Alguacil de vara, que siempre que se verifique haber incurrido en este delito alguna persona de cualquier calida que sea, le quite ocho reales de multa y la ponga inmediatamente en la cárcel pública y nos dé  parte de ello, para aplicar las demás penas que por bien tuviéremos. Dado en Puerto Rico, a 23 de enero de 1773 años. Fray Manuel, Obispo de Puerto Rico.—Por mandato de S.S. I. el Obispo mi señor. Don Felipe Joaquín Ramírez,–Secretario [20]

NOTAS

[1] Carta del Obispo de Puerto Rico Don Fray Damián López de Haro, a Juan Diez de la calle, con una relación muy curiosa de su viaje y otras cosas. Año de 1644. Empleo la edición de Tapia, Biblioteca histórica de Puerto Rico, Instituto de Literatura, San Juan, 1945, pp. 449-457.

[2] donaire. (Del b. lat. donarĭum, de donāre, dar).1. m. Discreción y gracia en lo que se dice.2. m. Chiste o dicho gracioso y agudo.3. m. Gallardía, gentileza, soltura y agilidad airosa de cuerpo para andar, danzar, etc. Énfasis del autor.

[3] Empleo la edición de la Dra. Isabel Gutiérrez del Arroyo por considerarla la mejor de todas. Editorial UPR, Río Piedras, 1966. Para datos biográficos y pormenores de Fray Iñigo véase el estudio introductorio abarcador y ejemplar de la Dra. Gutiérrez que acompaña la citada edición.

[4] El obispo Jiménez era fraile benedictino muy moralista y proclive a escuchar rumores de sus subalternos. El 23 de enero de 1773 fue divulgada en las parroquias de Puerto Rico una Circular prohibiendo los escotes en las mujeres parroquianas so pena de ser multadas significativamente de ser éstas halladas en desacato de las normas de la moral y el buen vivir. (Se reproduce la circular al final de este artículo. Vid: Coll y Toste: Boletín Histórico de Puerto Rico, Vol. I. p. 162).

[5] Angaripola.1. f. Lienzo ordinario, estampado en listas de varios colores, que usaron las mujeres del siglo XVII para hacerse guardapiés.2. f. pl. coloq. Adornos de mal gusto y de colores llamativos que se ponen en los vestidos. Apuntes de MCS.

[6] Aparece en el texto de la edición citada sin “h”. Evidentemente un error de Fray Iñigo. Se refiere a un tipo de lienzo muy fino.

[7] Para detalles véase el Cap. XXXI, p. 188.

[8] Teodoro Vidal: José Campeche: Retratista de una época, San Juan de Puerto Rico, Ediciones Alba, 2005, pp: 30-34. Véase, además, Arturo V. Dávila: José Campeche en la Casa Power, Río Piedras, UPR, 1997, pp: 10-13. Teodoro Vidal decía que debieron existir unas cinco de estas damas a caballo. Vid, Op. cit., p. 34.

[9] Empleo la edición: André Pierre Ledrú: Viaje a la Isla de Puerto Rico en el año 1797, traducción del francés al español por Julio L. Vizcarrondo, San Juan de PR., Editorial Coquí, 1971.

[10] Colonel Flinter, An account of The Present State of The Island Of Puerto Rico, London, 1834. Edición facsímil de la Academia Puertorriqueña de la Historia con Estudio preliminar de Luis E. González Vale, San Juan de Puerto Rico, 2002, 392 págs.

[11] Op. cit.

[12] Segunda edición en español, Instituto de Cultura Puertorriqueña, San Juan de Puerto Rico, 1976, 124 págs.

[13] Op.cit., pp. 81-82.

[14] Ibid., pp. 82-83. La traducción de los textos es de mi hermana la Dra. Casilda Canino, levemente rectificados por mi persona.

[15] Cayetano Coll y Toste: “Origen etnológico del campesino de Puerto Rico y mestizaje de las razas blanca, india y negra”, en: Boletín Histórico de Puerto Rico, San Juan, P.R., Tomo XI, 1924, pág.144. Coll y Toste toma la información de la Revista castellana, año IV, núm.27, pág. 169.

[16] Lidio Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico, Río Piedras, ED. UPR, Tomo II 2da. parte, 1875-1885, pp. 886-889.

[17] Lidio Cruz Monclova, Op. cit., p. 889.

[18] Año 47, Núm. 59. Cruz Monclova, Op. cit., pág. 889.

[19] Publicado en Universidad de Puerto Rico, Summer School News, 26-31 de julio, 1926.

[20] Tomado de Manuel Fernández Juncos, Galería Puertorriqueña, San Juan de PR. Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1958, p. 242.

Marcelino Canino Salgado