En una brecha angosta y espinosa: José de Diego y el sufragio femenino

Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 24 de abril de 2020.

Por María de Fátima Barceló Miller

José de Diego

En 1909, José de Diego presentó una contumaz oposición al proyecto de la Cámara de Delegados Núm. 39, de la autoría de Nemesio Canales, que le reconocía a las mujeres la franquicia electoral. La vehemente negativa del legislador aguadillano a concederles el voto a las mujeres requiere ser problematizada desde una óptica más amplia que abarque el ideario político de de Diego con sus ambigüedades y contradicciones. Su oposición a concederle el voto a las féminas es uno de los episodios más reveladores de las inconsistencias del pensamiento político del autor de “En la brecha”.

I – El toro acorralado

Primero que nada, hay que dejar establecido que en ningún momento existe la intención de restarle méritos a las ejecutorias de de Diego en el campo de las letras, la educación y la defensa del idioma, entre otras causas. Ese es un legado que no se cuestiona. Este análisis va dirigido a problematizar sus contradicciones ideológicas y cómo su oposición al sufragio femenino delata sus nociones de género.

Para muchos, José de Diego es considerado el independentista por excelencia en el Puerto Rico de comienzos del siglo 20. Hay quienes incluso lo colocan en la misma línea de Betances y   su proyecto de la Confederación Antillana. Este aspecto todavía admite profuso debate y conviene estudiarse más a fondo.[1]

Otras investigaciones han expuesto sobre las contradicciones ideológicas y políticas del “Caballero de la Raza”.[2] Félix Córdova Iturregui las resume magistralmente en la siguiente cita:

En realidad, se trata de una figura agónica que tiene dos caras. Una de ellas fue absorbida por el íntimo deseo de modernidad. La otra, frente al vértigo de una modernidad impuesta por el imperialismo de forma autoritaria y desigual, que asomaba un monstruo horroroso, se inclinó fervorosamente hacia la tradición.[3]

Nemesio Canales

De Diego fue el toro acorralado; acorralado entre la modernidad y la tradición. Con la tradición, de profundo aliento hispanófilo, rugió en 1909 como la fiera y con su vehemente y poética oratoria, embistió. En esa embestida, arrolló a las mujeres. Es desde esta perspectiva que propongo analizar la argumentación que desarrolló el líder independentista del Partido Unión cuando Nemesio Canales presentó su proyecto de ley referente a los derechos de la mujer.

En trabajos anteriores he discutido la forma profundamente masculinizada en que se desarrolló el proyecto modernizador y cómo Canales se ubica en la discursividad de la modernización.[4] Para Canales, contrario a de Diego, los convencionalismos y la tradición entorpecían el tránsito hacia la modernidad. Para el jayuyano, que tampoco está libre de contradicciones,[5] la transformación del rol político de la mujer era un imperativo para el progreso y el camino hacia la modernidad.

En función de una igualdad cívica y legal, Canales presentó el proyecto que rezaba así:

P.de la C. 39 SOBRE LOS DERECHOS DE LA MUJER, 21 de enero de 1909 En la Cámara de Delegados de Puerto Rico. El señor Canales presentó el siguiente proyecto de Ley para la emancipación legal de la mujer. Decrétese por la Asamblea Legislativa de Puerto Rico:

SECCIÓN 1 – Todo derecho, sea cualquier su índole o naturaleza, concedido por las leyes en vigor en Puerto Rico, a los ciudadanos varones y mayores de edad,

SE ENTENDERÁ CONCEDIDO también concedido a la mujer y regulado en su ejercicio y aplicación en la misma forma y condiciones que si se tratara de hombres.

SECCIÓN 2 – Toda ley o parte de ley que se oponga a la presente, queda derogada.

SECCIÓN 3 – Esta ley empezará a regir el primero de julio de 1909.” [6]

El choque con de Diego, su correligionario y colega en las lides literarias, fue inevitable.

II –  Leyes galantes, inspiradas en la hidalguía

Nuestras leyes son galantes, están inspiradas en la hidalguía
 de aquellos caballeros castellanos que se mataban
 y morían por una dama desconocida.”[7]

Esta reveladora afirmación es uno de los hilos conductores de la argumentación que de Diego desarrolló para oponerse al proyecto de Canales. Es una vigorosa defensa del legado hispánico que, según él, caracterizaba al discurso legal puertorriqueño. En su alocución hace un docto recorrido, con fuertes dosis de idealización, por la historia del derecho español, desde la dominación de los godos de la península ibérica hasta la Constitución de 1876.  Para de Diego, Puerto Rico era heredero del “Fuero Juzgo[8] y de las leyes que regían la nacionalidad española.

Magistralmente capotea los vaivenes políticos, los atropellos y las luchas de los puertorriqueños durante la dominación colonial española que, como sabemos, dista mucho de haber sido miel sobre hojuelas.[9] La hispanofilia aflora libre y poéticamente en su verbo y se erige como el principal fulcro de la tradición. En función de esa hispanofilia defiende lo que consideraba lo más ‘sagrado’ de la personalidad puertorriqueña: el hogar, la familia y las relaciones de género imperantes en la sociedad agraria tradicional que el ‘Gran capital foráneo’ estaba destruyendo a pasos agigantados. En esa sociedad que desaparecía frente a sus ojos –aunque él era abogado y cabildero de los intereses del monstruo destructor–la mujer no tenía espacio en la política: “No habrá un solo hombre de honor que intente doblegar a las mujeres a los duros oficios varoniles.”[10]

Para de Diego la política era un asunto de hombres. El gobernar, legislar, cabildear, participar en campañas y debates políticos eran espacios exclusivamente varoniles. El rol de la mujer en la sociedad estaba determinado por la maternidad. De Diego glorificó el embarazo y el parto: “mientras vibra el grito de la madre, vibra también el grito sonoro del infante… y este grito es la repercusión en la tierra de la campaña tañante en los cielos por la perpetuidad y el triunfo de la especie humana.”[11]

III – Una sabia desigualdad

Adoptando un condescendiente esencialismo, de Diego legitima porqué el lugar lógico y ‘natural’ de las féminas es el hogar y la crianza de los hijos, su responsabilidad. En primer lugar, aclara que él jamás había pensado que el hombre fuera superior a las mujeres. No era cuestión de la superioridad de un sexo sobre otro, sino de una desigualdad natural. Era una desigualdad establecida por Dios; una ‘sabia’ desigualdad en la que mujer dominaba por el sentimiento y el hombre por la razón. Era una desigualdad basada en una dudosa biología que determinaba que las mujeres recibieran un trato diferente:

La amplitud de las caderas, y de la arcada pubiana, la cortedad y redondez del cuello, y de los hombros, la profundidad del tejido adiposo, la suavidad de las curvas, la menor densidad de las masas encefálicas y mayor simplicidad de las circunvalaciones cerebrales, todos signos diferenciales del sexo femenino en relación con el masculino reclaman un trato diferente, una misión diferente, una vida individual diferente…[12]

Era una desigualdad que la naturaleza y Dios le habían concedido: “Deje el autor de este Proyecto a la mujer el pleno y dulce imperio que la naturaleza le ha formado y Dios le ha concedido; no la despoje de su corona, de su trono y de su cetro en el hogar; no la saque del amor y de la calma de la familia, al odio y las pasiones de las luchas viriles…”[13]

La oratoria del Caballero de la Raza fue tan vehemente, tan vibrante, tan enérgica e histriónica, que todos los Delegados, incluyendo a Nemesio Canales, se levantaron de sus sillas y aplaudieron efusivamente a de Diego por un minuto.[14] Por votación de 20 a 7 el proyecto se pospuso indefinidamente.[15]

Mercedes Solá

IV – Las quiero más a ustedes

Cuando se produjo este debate en la Cámara de Delegados en Puerto Rico aún no existía ninguna asociación sufragista. No obstante, en 1917, cuando se fundó la Liga Femínea que posteriormente cambió de nombre a Liga Social Sufragista[16] sus líderes en innumerables ocasiones hablaron con el legislador-poeta sobre el tema. Su ‘enternecida’ respuesta parecía templar los reclamos de las sufragistas: “No quieran volar; esta tarea es muy fuerte y ustedes deben aprender, sufriendo lo menos posible. Todas mis simpatías están con ustedes. Quiero la causa, pero las quiero más a ustedes.”[17] Hay que considerar que el movimiento recién se iniciaba y frente a la imponente figura del “Caballero de la Raza”, sus voceros no tenían los recursos ni el poder negociador para entablar una polémica. Pero también había una resistencia cultural que aún muchas de las sufragistas no habían logrado rebasar.

José de Diego murió en 1918. Mercedes Solá, ideóloga de la Liga Femínea, escribió en la revista  La Mujer del Siglo XX :  “Si Legislador rechazó un proyecto de ley lo hizo por amor a la mujer.”[18]

Habrían de transcurrir once años para que, en 1929, se aprobara el sufragio femenino restringido por literacia. A veces, amor se escribe con H de hombre.

————————
[1]
 Marcos Nieves Dávila, “José de Diego, plenitud, infausto”.

En http://www.lasletrasdelfuego.com/search/label/Jos%C3%A9%20de%20Diego ; Rafael Bernabe, “1912-2012: Un centenario sin nostalgia”. En http://www.80grados.net/%ef%bb%bf1912-2012-un-centenario-sin-nostalgia-edit/ ;

José R. Rivera González, “El concepto de ‘lo político’ en los escritos de José de Diego y Nemesio Canales”. Monografía inédita. La autora consigna su profundo agradecimiento al Profesor Rivera González por permitir citar su trabajo en vías de publicación.

[2] Véase César Ayala y Rafael Bernabe, Puerto Rico in the American Century. A History since 1898. Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2007. Kindle Edition, Chapter 3 – Political and Social Struggles in a New Colonial Context, 1900-1930–; Félix Córdova Iturregui, “Prólogo: Margot Arce y la obra de José Diego.” En Margot Arce de Vázquez, La obra literaria y el pensamiento poético de José de Diego. Editorial de la UPR, 1998, pp.11-43; Ángel Quintero Rivera,, et. al. , Puerto Rico: Identidad nacional y clases sociales (Coloquio de Princeton), Río Piedras,  Ediciones Huracán, 1979.

[3] Córdova Iturregui, pp. 11-42.

[4] María de F. Barceló Miller, “Nociones de género en el discurso modernizador, 1870-1930.”Revista de Ciencias Sociales “,(CIS-UPRRP), 2000, pp. 1-27.

[5] Loc.cit., Véase el apartado titulado “A Canales también se le ve la costura.”, pp. 7-13.

[6] Archivo General de Puerto Rico (AGPR), Colección de proyectos legislativos del Consejo Ejecutivo y de la Cámara de Delegados de Puerto Rico, 1903-1917.

[7] La Democracia, 10 de 1909, p. 1.

[8] “Código de legislación hispano-gótica, el único que rigió en la península ibérica durante la dominación visigoda y que asentó una norma de justicia común para visigodos e hispanorromanos.” http://www.rae.es/fuero-juzgo-en-latin-y-castellano#sthash.VkGqMRij.dpuf

[9] Como muestra véase Francisco Moscoso, La Revolución Puertorriqueña de 1868: El Grito de Lares. Cuadernos de Cultura del Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2003; Haroldo Dilla y Emilio Godínez, Colección del Pensamiento de Nuestra América, Ramón Emeterio Betances, Casa de las Américas, 1983; Félix Ojeda, Peregrinos de la libertad. Universidad de Puerto Rico, 1992; Germán Delgado Pasapera, Puerto Rico: sus luchas emancipadoras. Editorial Cultural, 1984; Fernando Picó, Historia general de Puerto Rico. Río Piedras, Huracán, 1986.

[10] La Democracia, 10 de febrero de 1909, p. 1.

[11] Loc. cit.

[12] La Democracia, 11 de febrero de 1909, p. 1.

[13] Loc. cit.

[14] Loc. cit.

[15] AGPR, Colección de proyectos legislativos del Consejo Ejecutivo y de la Cámara de Delegados de Puerto Rico 1903-1917. No aparecen las hojas de votación. Tan solo se informa el resultado.

[16] María de F. Barceló Miller, La lucha por el sufragio femenino en Puerto Rico, 1896-1935. San Juan, CIS/Huracán, 1997.

[17] “La mujer del Siglo XX”, 31 de agosto de 1918, p, 11.

[18] Loc. cit.

María de Fátima Barceló Miller

Es Catedrática Retirada de Historia de la Facultad Interdisciplinaria de Estudios Humanísticos y Sociales de la Universidad del Sagrado Corazón donde enseñó entre 1981- 2018. Obtuvo el doctorado en Historia en la Universidad de Puerto Rico. Sus áreas de especialidad son Género, Historia Cultural, e Historia de las Mentalidades. Ha publicado los siguientes libros: Política ultramarina y gobierno municipal: Isabela, l873-l887. Ediciones Huracán, l984; La lucha por el sufragio femenino en Puerto Rico, 1896-1935. Río Piedras, Ediciones Huracán, 1997; con Mayra Rosario Urrutia, Somos parte de la Historia de las Américas, Editorial La Biblioteca, 2009; Somos parte de una historia, geográfica, social y cultural, Editorial La Biblioteca, 2010 y Somos parte del mundo, geografía, historia y cultura, Editorial La Biblioteca, 2011. Su incorporación a la Academia Puertorriqueña de la Historia fue en 2017 y su discurso para dicha ocasión se titula Feminismo pacifista: La Liga Femínea Puertorriqueña ante la entrada de Estados Unidos en la Gran Guerra, 1917-1919.

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El pan nuestro de cada día: fantasma del hambre de 1942

Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 29 de mayo de 2020.

Por Cruz Miguel Ortiz Cuadra

Santurce, mayo de 2020

A lo largo de nuestra historia, el fantasma del hambre nos ha perseguido recurrentemente. Si definiéramos hambre como la imposibilidad de los individuos de acceder a una ingesta diaria adecuada, en cantidad y calidad suficiente como para poder reproducir la vida de forma habitual, entonces el fantasma se nos ha aparecido de manera abrupta como consecuencia de plagas, sequías, huracanes, inundaciones, políticas arancelarias interesadas, bloqueos estratégicos de suministros básicos, guerras, racionamientos tácticos y, más recientemente, pandemias. Las crónicas de la conquista, los archivos histórico-documentales, los periódicos y los informes gubernamentales están llenos de narrativas sobre carestías alimentarias. Y, en el presente, como hemos visto en tiempos recientes, los medios electrónicos han sido una fuente eficaz para develarnos, otra vez, el espectro del hambre y de la inseguridad alimentaria en la vecindad de nuestra historia real.

Una de las crisis alimentarias más duras en la historia de Puerto Rico ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial (1941-1945), especialmente en el período de que va de 1942 al 1944, cuando se impuso un estricto racionamiento a la venta y consumo de alimentos básicos importados debido a 3 razones: (1) el enfoque de la producción alimentaria para abastecer a los soldados en los frentes de guerra (2) la asignación de un mayor espacio de carga para acomodar materiales de guerra en detrimento de la carga de alimentos en los buques comerciales y (3) el quiebre de la cadena de suministros a raíz de los ataques submarinos alemanes a barcos de carga con rutas en el Caribe. Lo dramático de la crisis se muestra claramente en una carta que suscribe Antonio Fernós Isern, médico y figura clave en el gobierno del Partido Popular Democrático tras las elecciones de 1940.

Esa fractura exacerbó la fragilidad de un sistema alimentario que tres años antes del ataque a Pearl Harbor importaba sobre 603.7 millones de libras de comida y producía para consumo sólo 1.14 millones.[1] Las insuficiencias golpearon a la generalidad de la población, pero sacudieron con más fuerza a las familias trabajadoras y campesinas que por entonces, para una dieta mínima y adecuada durante el año, necesitaban sobre $762, algo imposible para una población con trabajos agrícolas estacionales que, en condiciones óptimas, devengaba entre $155.88 y $599.00 anuales.[2] A esto se añadía que más de 100,000 campesinos carecían de tierra propia para un autoabastecimiento familiar idóneo. Así, la alimentación básica, que para entonces se había conformado en una matriz muy sencilla (cereal y tubérculo en el centro + legumbre de contorno + tasajo y bacalao como periferia saborizante), se simplificó aún más para una población que ya sufría de inseguridad alimentaria crónica. En lo que sigue me gustaría mostrar algunos ejemplos de cómo la población enfrentó el hambre, para buscar, y comer, el pan nuestro de cada día.

Cortesía del Archivo de la Fundación Luis Muñoz Marín

Inopia panis, penuria panis: el arroz

Hacia 1940-4 la importación de arroz alcanzaba 262,623,829 millones de libras.[3] Si bien es cierto que en la isla se producía arroz criollo íntegro (alrededor de 2.7 millones de libras), el latifundio, por un lado, y la fuerza del merado arrocero estadounidense por otro, habían hecho del arroz pulido importado el centro básico de la dieta puertorriqueña. En 1941, se estimó que las familias puertorriqueñas –con un promedio de 6.5 personas por hogar–, consumían entre 132 y 152 libras anualmente.[4]

Según un informe de la Oficina de Distribución de Alimentos, adscrita a la War Food Administration en Washington, el período que transcurrió entre julio y octubre de 1942 fue uno turbulento en Puerto Rico, en el que el miedo al hambre, según el despacho, “increased to the breaking point, and already food riots were taking place.”[5]

Así, cuando en noviembre de 1942 el gobierno anunció que a la isla sólo arribarían 198.000.000 de libras (en efecto arribaron menos), y se estableció un régimen de asignaciones fijas que limitó a una libra ½ por persona la cuota semanal, asegurar el alimento central de la matriz se tradujo definitivamente en protestas y reclamos violentos. La población hambrienta se lanzó a las calles en busca del preciado cereal cuando el 11 de noviembre de 1942 –a casi un año del inicio de los ataques submarinos– se diseminó en Ponce el rumor de que había anclado en el puerto un barco repleto de arroz. El Puerto Rico World Journal reportó el evento de la siguiente forma:

Ayer, temprano por la mañana –reportaba el Puerto Rico World Journal del 12 de noviembre– largas filas de personas se alinearon en las puertas de los negocios de la plaza pública para comprar una libra de arroz, y no se dispersaron hasta que les fue comprobado que el arroz aún no había sido distribuido. Hubo considerables peleas y empujones, y fue necesaria la intervención policial.[6]

Cocina de resistencia

Hacia 1943, en plena guerra mundial la nutricionista Ana Teresa Blanco participó del equipo que formó el primer Community Workshop de nutrición en la Universidad de Puerto Rico, que dirigió la profesora Lydia Jane Roberts[7]. En 1946, Blanco presentó a la Universidad de Chicago su tesis Nutritional Studies in Puerto Rico. En su estudio incluyó varias de sus experiencias de campo como parte del taller de nutrición. Decía Blanco, refiriéndose a sus experiencias personales en el terreno, lo siguiente:

“[We] can consider families without apparent means of support, who do occasional jobs and are highly dependent on charity or relief for their existence. These live mostly on polished rice and starchy vegetables. In city slums where starchy vegetables are sometimes more expensive than rice, rice is increased by the addition of wasted seeds, as for example, when hedionda (sic) is available, other supplements such as beans, codfish, cornmeal, fruits, and so forth, will be added. Many times, there will be no food at all unless charitable neighbors send in something. In the towns, little boys will beg for left-overs from neighbor’s tables to take home to their families.”[8]

Durante los años de la guerra, cuando el arroz era inasequible, la harina de maíz también pasó a ser un remedio para sustituir el centro arrocero de la matriz. Los estudios sobre nutrición de la época muestran que cuando podía obtenerse harina de maíz–, pues la importación se redujo de 84.6 millones de libras en 1940-41 a 9.9 millones en 1942-43– la harina fue empleada en lugar del arroz con las habichuelas guisadas para confeccionar funche con habichuelas, plato que pasó a adoptar un nombre militar: «el Segundo Frente». Este, según Lydia Roberts, era la sustitución irremediable del «Primer Frente», que era el arroz con habichuelas.[9]

La harina de maíz convertida en funche complementó, como lo había hecho históricamente, jornadas alimenticias deficientes y aparece ligada al espectro del hambre en medio de la guerra. De esa forma lo experimentó el padre de Epifania Estrada, en su tala en el municipio de Ceiba, durante la década del cuarenta. “Entonces –rememoraba Epifania en abril de 1995– papá cogía y cosechaba mucho maíz, y él tenía un molino, uno de esos molinos redondos [piedras de moler o muelas], y molía esa harina y mamá hacía guanimes y funche, …lo hacía con coco, le echaba a veces pesca’o, habichuelas, las hacía hasta con gandules”[10].

Con el correr del tiempo, el funche vino a significar el «mantengo», «la PRERA», es decir, las partidas alimentarias directas suministradas por el Estado para balancear las raciones de las familias más pobres. En este sentido, la harina de maíz para hacer papillas de resistencia todavía era recordada a fines del siglo XX por varias mujeres que recibieron raciones de los programas de beneficencia alimentaria que se implementaron entre 1942 y 1945. Ramona Denis, por ejemplo, recordó lo siguiente:

«Sí. Cogí la PRERA. Hacía tortitas de harina, frangollo o funche, con agua y sal».[11]

De manera más elocuente, Julia Acosta, quien prefirió redactar su respuesta– me escribió en papel el siguiente recuerdo:

“Mis padres llegaron a coger la prera [sic] cuando yo era pequeña. Estos alimentos eran arroz, huevo en polvo, habichuelas secas [sic], jamonilla, queso, leche en polvo, carnes enlatadas y harina de maíz. Mi madre siempre preparaba funche de harina de maíz, sorullitos con queso y guanimes.”[12]

Igualmente, cuando en 2001 le mencioné la palabra «funche» al entonces dueño del restaurante El Fogón de Víctor, en Humacao, lo primero que recordó fue haberlo comido en medio de los racionamientos, siempre en el desayuno. Luego repasó su memoria y recordó que también lo comía en las noches, cuando no había para cenar, regado con azúcar y recogido con los dedos de las raspas requemadas de la olla.[13]

En la actualidad, para la mayoría de la población menor de 40 años, el funche y otras confecciones afines están asociadas a evocaciones nostálgicas de una agricultura y una cocina simple y generosa, trabajada por pequeños agricultores y cocineras domésticas para obtener lo básico para comer. Pero no se relaciona con aquellas jornadas de hambre o comidas escuálidas de resistencia en medio de una gigantesca crisis alimentaria, una que incluso llevó cientos de personas al vertedero capitalino, casi diario, a comer las sobras que venían de los campamentos militares.[14] En 1996, en el barrio Montones Tres de Las Piedras, entrevisté, junto a mi estudiante Julio Estrada, a su abuela, Cándida Lozada. A la pregunta abierta sobre sus experiencias alimentarias durante la guerra, dijo:

“No se encontraba carne, no se encontraba arroz…no se encontraba nada. Iba uno a las tiendas y no podía uno ver arroz, se comía verdura de almuerzo y comida…y pepita de pana guisá con verdura….porque no se encontraba arroz ni carne.” [15]

Beber y comer lo desconocido

En la década de 1940, el gobierno federal, atento a la posibilidad de que una población hambrienta podía desestabilizar el orden en un enclave militar estratégico, asignó fondos al Departamento de Agricultura Federal, para que se atendieran las carestías alimentarias y nutricionales de más de un tercio de la población vulnerable.[16] Así se crearon las Civilian Defense Milk Stations, que a enero de 1943 sumaban 270 estaciones de leche. Su misión, rellenar las deficiencias de calcio y la avitaminosis crónica de la población infantil. En las estaciones, a un año de iniciada la guerra, se atendían 58 mil niños. Según la nutricionista Roberts, se observaban diariamente “long lines of tiny children, sometimes brought by older children or a father or mother, waiting outside for the door to open, filling it quietly to take their seats on the crude benches, and eagerly drinking the milk or whatever there might be.”[17]

Es cierto que el método de lactación materna era el acostumbrado entonces en la edad precoz de los niños. Pero se reproducía, en la inmensa mayoría de los casos, de madres con desnutrición y avitaminosis crónica. A esto se sumaba el hecho de que, en el período pos-lactación, los niños regresaban a una dieta bajísima en proteínas y vitaminas lácteas.[18] Y fue en estas estaciones que los niños comenzaron a probar algo que nunca en su vida habían probado. La propia Roberts, que las visitó frecuentemente dijo entonces, a la altura de 1944, que:

“Sometimes there was oatmeal, cooked in milk to a consistency thin enough to drink. Sometimes there was eggnog made of dry evaporated milk, or half and half, with powdered egg…and there was always milk or cocoa. The children were given all they could drink. Some…even quite small ones, drank one or two big cups of oatmeal…Some of them waited around till all were served and begged for the oatmeal that was left to take home to their mothers”.

Cortesía del Archivo de la Fundación Luis Muñoz Marín

El otro programa fue el Community School Lunch Room Program, administrado por el Departamento de Educación de Puerto Rico. Los estudios sobre los comedores escolares realizados en 1947, revelaron que en el curso escolar de 1945-1946, por ejemplo, el programa sirvió 29.603.203 de almuerzos anuales a una población de 179.812 estudiantes.[19] Los hallazgos del estudio muestran que el programa ayudaba a que la mayoría de los estudiantes comiera, por primera vez, cierto tipo de alimentos, entre ellos carnes enlatadas que posiblemente nunca en sus vidas habían comido: «beef stew», «chopped ham», «corned beef», «corned beef hash», «pork and luncheon meat», y «vienna sausages» (salchichas). La poca familiaridad con estos alimentos cárnicos era tal, que inicialmente fueron rechazados por los niños entre las edades de 12 a 18 años.

Puerto Rico Ilustrado

¿El fantasma del hambre en la espalda?

En épocas preindustriales –muy distintas a la de hoy– el sistema alimentario era mucho más frágil, ciertamente. Las épocas de abundancia o escasez de comida estaban atadas a por lo menos cuatro circunstancias: (1) a los ciclos de cosecha de frutos domesticados y adaptados a la agroecología tropical (2) a la capacidad de la agricultura alimentaria-sobre todo los tubérculos y las raíces- para tolerar percances climáticos (3) a la estabilidad, o por lo contrario, a la variabilidad del comercio internacional de hacer asequibles –por medio del gran comercio de importación local– aquellos alimentos que devinieron básicos en la dieta puertorriqueña, y que no se producían localmente (bacalao salado, salazones cárnicos, harina de trigo, carnes enlatadas y, luego de 1950, arroz y harina de maíz); y (4) a la capacidad o incapacidad de las instituciones gubernamentales coloniales de anticipar, neutralizar y administrar inminentes brotes de hambre resultantes de eventos catastróficos.

La pregunta que se impone hoy es: ¿Tendremos el fantasma del hambre acechando desde el encierro pandémico?

Metro

[1] Elton B. Hill y J. E Nogueras, The Food Supply of Puerto Rico. Agricultural Experiment Station, Boletín núm. 55, 1940, 32 pp. pp. 5-13. Con todo y la enorme importación, la agricultura puertorriqueña todavía producía el 65% de la comida disponible para consumo anual por persona. Obviamente, la mayor parte eran tubérculos y frutas, como los plátanos los guineos y el panapén.

[2] Félix Mejías, Condiciones de vida de las clases jornaleras de Puerto Rico. Río Piedras, Puerto Rico, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1946, pp.64-65.

[3]  Departamento de Agricultura y Comercio, Annual Book on Statistics (1939-40,1940-41).

[4] Sol Luis Descartes, Salvador Díaz Pacheco y J. R. Noguera, Food Consumption Studies in Puerto Rico. Agricultural Experiment Station, Boletín núm. 59, 1941, 76, pp. p. 57.

[5] Fundación Luis Muñoz Marín, Fondo Luis Muñoz Marín Presidente del Senado, Sección IV, Gobierno Federal, War Food Administration, Serie 2Subserie 2, cartapacio 1, Report of Operations of the Caribbean Emergency Program, July 1942 to December 1943. Caribbean Emergency Program Division, 20 de enero de 1944, 32, pp., p. 17.

[6] Citado en Report of Operations of the Caribbean Emergency Program, July 1942 to December 1943, Caribbean Emergency Program Division, 20 de enero de 1944, 32 pp., p. 17. Fundación Luis Muñoz Marín, Fondo Luis Muñoz Marín Presidente del Senado, Sección IV, Gobierno Federal, War Food Administration, Serie 2Subserie 2, cartapacio 1. También Cruz M. Ortiz Cuadra, “Alimentación y política durante la gobernación de Rexford Tugwell” en Jorge Rodríguez Beruff y José L. Bolívar Fresneda, eds. Puerto Rico en la Segunda Guerra Mundial: Baluarte del CaribeSan Juan, Ediciones Callejón, 2012.

[7] Lydia Jane Roberts (Chicago,1879-Puerto Rico,1965) había sido miembro de la directiva del Comité Nacional de Alimentación y Nutrición del Consejo Nacional de Investigación adscrito al Departamento de la Guerra. En 1943 aceptó un destaque académico en la Universidad de Puerto Rico, donde desarrolló el Community Workshop. Desde 1946 hasta 1952 dirigió el Departamento de Economía Doméstica de la Universidad. Jubilada, pero aun ejerciendo la cátedra, murió en su despacho, en el programa de Economía Doméstica, en 1965, dos años después de haber publicado su memorable Doña Elena Project, un estudio de una comunidad rural de Puerto Rico. Véase, Barbara Sicherman y Carol Hurd Green, eds. Notable American Women: The Modern Period: a Biographical Dictionary. Cambridge, Harvard University Press, 1980, pp. 580-581.

[8] Ana Teresa Blanco, Nutrition Studies in Puerto Rico. Río Piedras, Puerto Rico, University of Puerto Rico, Social Science Research Center, 1946, p. 74.

[9]  Lydia J. Roberts y Rosa Luisa Steffani, Patterns of Living of Puerto Rican Families. Río Piedras, Puerto Rico, University of Puerto Rico, 1949, p.14.

[10]  Entrevista grabada a Epifania Estrada, realizada en abril de 1995 por las estudiantes Luz y Ruilen García como requisito de mi curso Historia de la Alimentación en Puerto Rico en la UPRH. Epifania tenía sesenta y nueve años al momento de la entrevista.

[11]  Ramona Denis Maldonado nació en Naguabo en 1927. Siempre fue ama de casa. Al momento de responder al cuestionario tenía sesenta y siete años. Respuesta recibida en mayo de 1994.

[12]  Julia Acosta es natural del barrio Tejas de Humacao. Nació en 1938. Al momento de responder al cuestionario tenía cincuenta y seis años. Estudió hasta cursar la escuela superior. En el momento de redactar su repuesta era cocinera en un restaurante. Respuesta recibida en febrero de 1994.

[13] Conversaciones con Víctor (Vitín) Medina Ortiz, martes 17 de julio del 2001.

[14] Citado en Ligia Domenech, “The German Blockade of the Caribbean in 1942 and Its Effects in Puerto Rico”; en Jorge Rodríguez Beruff y José L. Bolívar Fresneda, eds. Island at War: Puerto Rico in the Crucible of the Second World War. University Press of Mississippi, 2015, p. 150.

[15] Entrevista a Cándida Lozada, 7 de octubre de 1996.

[16] Lydia J Roberts, “Nutrition in Puerto Rico”, en: Journal of the American Dietetic Association, vol.20, 1944, pp. 298-304.

[17] Ibíd.

[18] Felicia Boria, Day Care Services for Children of Working Mothers and the Establishment of Day Nurseries in Puerto Rico. Government of Puerto Rico, Department of Labor, 2 de mayo de 1942, p 10.

[19] Luz Loriana Aponte, A Study of the School Lunch Nutrition Education Program in the Schools of Puerto Rico. Tesis, M.Ed. Austin Texas, 1947.

Cruz Miguel Ortiz Cuadra

Historiador y autor de ensayos sobre historia de la alimentación y las culturas alimentarias, entre ellos, Guerra y alimentación: el racionamiento alimentario en Puerto Rico durante la Segunda Guerra Mundial (2012); Comida sobre papel: los textos culinarios como testimonios culturales (2011); La cocina como espacio de trabajo (2000); La cocina en la historia: el texto culinario como testimonio cultural (1996). En el 2007 recibió el Primer Premio del Pen Club de Puerto Rico en la categoría de ensayo por su libro Puerto Rico en la olla ¿somos aún lo que comimos? (Madrid Doce Calles, 2006). Es catedrático retirado del Departamento de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico en Humacao y académico de número de la Academia Puertorriqueña de la Historia.

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Camafeos: mirada de extranjeros sobre la mujer puertorriqueña, siglos XVII, XVIII y XIX

Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 23 de febrero de 2020.

Por Marcelino Canino Salgado

En el año de 1644, el para entonces Obispo de Puerto Rico Fray Damián López de Haro escribió a Juan Diez de la Calle, oficial de la secretaría de Nueva España en el Consejo de Indias, una curiosa carta relación donde en la apretada síntesis que le ofrece el espacio de un soneto hace una sinopsis de las circunstancias isleñas:[1]

Esta es Señora una pequeña islilla
falta de bastimentos y dineros,
andan los negros como en ésa en cueros
y hay más gente en la cárcel de Sevilla.

Aquí están los blasones de Castilla
en pocas casas, muchos caballeros
todos tratantes en jengibre y cueros:
los Mendoza, Guzmanes y el Padilla.

Hay agua en los aljibes si ha llovido,
Iglesia catedral, clérigos pocos,
hermosas damas faltas de donaire[2],

la ambición y la envidia aquí han nacido,
mucho calor y sombra de los cocos,
y es lo mejor de todo un poco de aire.

Es la primera vez que un obispo español califica a las damas puertorriqueñas de “hermosas”, pero “faltas de donaire”. Entiéndase “donaire” en la tercera acepción del Diccionario de la lengua española: Gallardía, gentileza, soltura y agilidad airosa de cuerpo para andar, danzar, etc.

El endecasílabo no debe entenderse como un insulto sino más bien como un anti-piropo. Consideremos que la frase proviene de un obispo sumamente conservador con su tono de misoginia disimulada.

Ciento treinta y cuatro años después del soneto aludido, la percepción que los curas españoles tenían de la mujer criolla había cambiado poco.

Fray Iñigo Abad y la Sierra

Un ejemplo elocuente lo constituyen los juicios que sobre nuestras féminas expresó el misionero benedictino Fray Iñigo Abad y la Sierra quien, como resultado de su prolongada estadía en la Isla de Puerto Rico nos deja en legado su célebre Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, publicada en Madrid en el año de 1788.[3]

Fray Iñigo vino a Puerto Rico cuando Fray Manuel Jiménez Pérez[4] fue nombrado Obispo de la Diócesis. Fray Manuel nombró como su secretario y confesor a su hermano benedictino. Nos interesa destacar al benedictino como el primer historiador sinóptico de Puerto Rico. Sinóptico porque su obra historiográfica recoge de manera sintética las aportaciones de los que le precedieron. Fray Iñigo, proclive a las estadísticas revisó datos, corroboró informaciones y redactó una síntesis histórica según su mejor saber.

Formado dentro de los ardientes aires de la Ilustración europea, adquirió un ensamblaje científico utilísimo para acercarse verazmente a la historia de los nuevos territorios que abordaba. El hombre de carne y hueso era el centro primordial de su interés humanístico y científico. Por eso en su Historia geográfica, civil… dedica dos capítulos de sin igual importancia sobre los habitantes de la Isla. Los capítulos XXX y XXXI titulados: “Carácter y diferentes castas de los habitantes de la Isla de San Juan de Puerto Rico” y “Usos y costumbres de los habitantes de esta Isla”, respectivamente.

En estos dos capítulos Fray Iñigo esboza un desapasionado retrato de la mujer criolla puertorriqueña. Desapasionado, por objetivo y por propender a las normas científicas expresadas por la Ilustración europea de entonces. Vemos la primera pincelada abarcadora:

Las mujeres aman a los españoles con preferencia a los criollos; son de buena disposición; pero el aire salitroso de la mar les consume los dientes y priva de aquel color vivo y agradable que resulta en las damas de otros países; el calor las hace desidiosas y desaliñadas; se casan muy temprano, son fecundas, aficionadas al baile y a correr a caballo, lo que ejecutan con destreza y desembarazo extraordinario. (p. 182)

La segunda pincelada es más abarcadora:

Las mujeres van igualmente descalzas; llevan uno o dos pares de sayas de indiana o lienzo pintado, una camisa muy escotada por los pechos y espaldas, toda llena de pliegues de arriba abajo; las mangas las atan sobre los codos con cintas, y un pañuelo en la cabeza. Cuando salen a misa usan mantilla o un lienzo largo como paño de manos con que se rebozan, y chinelas. Cuando van a los bailes o montan a caballo, llevan sombrero redondo de palma con muchas cintas, o negro con galón de oro. Las blancas y las que tienen caudal, usan estas ropas de angaripolas[5] y de olanes (sic)[6] muy finos y labrados; suelen llevar una cadena de oro al cuello y algún escapulario. Clavan en el pelo y en los sombreros cucuyos, cucubanos y otras mariposas de luz, que les sirven de brillante pedrería y lucen con mucha gracia. (p. 187)

Mas el fraile benedictino sale de su arrobo descriptivo de naturalista y vuelve a sus datos objetivos:

El trabajo de las mujeres es casi ninguno: ni hilan, ni hacen media, cosen muy poco, pasan la vida haciendo cigarros y fumando en las hamacas, las faenas de casa corren por cuenta de las esclavas. (pp. 187-188)

Más adelante Fray Iñigo aborda la escasa responsabilidad que las madres criollas ejercen sobre sus hijos. Actitud de indiferencia que, según el fraile, unida a los elementos geográficos negativos, así como el mal ejemplo heredado de los indígenas, traen como resultado estas circunstancias deplorables y en nada justificables para una mentalidad forjada en las fraguas de la Ilustración.[7]

Es sumamente curioso el detalle de que nuestras mujeres participaban desde antaño junto a sus maridos e hijos de todas las edades en las cabalgatas de caballos que tradicionalmente eran organizadas para las fiestas de San Juan, San Pedro y San Mateo. La descripción que hace el benedictino nos recuerda las tres pinturas de José Campeche, hasta ahora conocidas, tituladas “Dama a caballo”.[8]

“Dama a Caballo”, José Campeche (1785), Óleo sobre madera. Colección Museo de Arte de Ponce.

Las mujeres van con igual o mayor desembarazo y seguridad que los hombres, sentadas de medio lado sobre sillas a la jineta, con solo un estribo. Llevan espuelas y látigo para avivar la velocidad de los caballos, de los cuales algunos suelen caer muertos sin haber manifestado flaqueza en la carrera, y todos quedan estropeados y sin provecho para mucho tiempo; verdad es que todo el año los cuidan con esmero para lucirlos en estas fiestas. (p. 191)

Constantemente en sus apuntes, Fray Iñigo señala la importancia que tiene el mestizaje, la geografía y la herencia cultural ancestral en el carácter de nuestros compatriotas del ayer. Para la época de Fray Iñigo, esa era la forma más correcta de abordar científicamente la descripción de un grupo humano.

André Pierre Ledrú

Nueve años después de la publicación en Madrid de la Historia de Fray Iñigo, en 1797 tuvo lugar una expedición científica de naturalistas franceses a Puerto Rico y otras islas del Caribe. Los resultados de la expedición no fueron publicados hasta 1810. El principal redactor responsable de la memoria fue André Pierre Ledrú.[9]

En el capítulo III de su memoria Ledrú describe la belleza de la hija del dueño de una hacienda en Loíza donde pernoctaron una noche de lluvia caudalosa. Ya, hacia finales del siglo XVIII se dejan sentir en este pasaje descriptivo los efluvios del romanticismo europeo, sobre todo como reacción a las frías ideas racionalistas de la Ilustración. Veamos:

Largos cabellos negros y rizos flotaban sobre sus espaldas. Llevaba por tocado un pañuelo amarillo con listas azules que envolvía negligentemente su cabeza y cuya orilla anterior trazaba una línea curva sobre su frente. Su traje se componía de un vestido blanco de algodón, ajustado por debajo del seno y cuyas mangas cortas dejaban ver completamente desnudos sus brazos de alabastro…Pero su belleza es superior a mi pobre descripción…¡Cómo pintar el fuego de sus ojos, los delicados perfiles que dibujaban su rostro, el colorido de su tez, sobre la que la naturaleza había sembrado todas las rosas de la primavera…aquel talle esbelto y ligero y aquellas formas torneadas por el amor. Un aire de candor y de ingenuidad embellecía aún más aquella encantadora figura, cuya vista me hizo estremecer… (Cap. III, p. 53)

El arrobo casi místico que provoca en el naturalista la belleza corporal de Francisca, hija del hacendado loíceño don Benito, lo lleva a escribir otros párrafos de igual jaez. No hay duda que Ledrú se escapa momentáneamente de sus trabajos taxonómicos y refugia su exaltada libido en fantasías poéticas.

Queda meridianamente claro que André Pierre Ledrú estaba dirigido más por la emoción sensual de cálido joven francés que por normas científicas de la antropología de su tiempo. También que el discurso de Ledrú se engarza a la tradición literaria de la gineolatría europea medieval. El pasaje del discurso elogioso de Ledrú a la joven Francisca pierde la categoría de prototipo representativo, debido al exceso de emoción que provocaron las descontroladas hormonas en el joven naturalista. Parece ser que ciencia y sentimiento no son afines. Solo en los casos en que triunfa el amor, éste bruñe con su luz cuanto baña. El silencio y humildad aparente de la joven Francisca quedan excusados ante la expresión de su padre don Benito:

Disculpe usted la timidez de mi hija… No está acostumbrada a ver extranjeros.

George Dawson Flinter (Memoria, 1834)

Cerca de 37 años después de la incursión de Pierre Ledrú a Puerto Rico, aparece publicada en lengua inglesa y en Londres la exquisita y pormenorizada memoria sobre nuestra Isla, del militar de origen irlandés George Dawson Flinter, mejor conocido como Colonel Flinter[10]. Militar de carrera, estuvo al servicio de la Corona Inglesa y luego de la España borbónica. Flinter estuvo en Puerto Rico entre 1829 y 1832 pues fue expulsado por razones políticas de la República de Venezuela. Los dos años que estuvo en la Isla en labores diplomáticas a favor de la Corona española los aprovechó el militar para reunir datos sobre el estado o situación económica, social, política y civil del país[11]. Afortunadamente Flinter contó con la colaboración de Pedro Tomás de Córdova a la sazón Secretario de Gobierno.

Las obras de Flinter son poco conocidas entre nuestros estudiosos. Su libro titulado Examen del estado actual de los esclavos de la Isla de Puerto Rico (Nueva York, 1832)[12] ha sido repudiado por los aficionados a la historia patria sin considerar la época y la ideología de su autor.

“Esclava de Puerto Rico”, Luis Paret y Alcázar (1777).

Las dos obras de Flinter demuestran la ideología anti-revolucionaria de un militar de la época sentado en los beneficios que tanto el sistema colonial como la esclavitud negro africana dejaban a los reinos europeos como a las pequeñas oligarquías establecidas en el Nuevo Mundo. Tenía una mentalidad conservadora predicaba que las guerras de la independencia desarrolladas en América Hispana constituían un atraso insalvable contra el progreso y paz de las naciones. Para él el sistema monárquico era el único que se justificaba para reglamentar la vida pues éste tenía la impronta de cientos de años de experiencia positiva.

En su texto An Account of The Present State Of The Island Of Puerto Rico (1834) nos sorprende su aparente liberalidad objetiva al tratar el tema de las características de la mujer puertorriqueña a la que dedica más de cinco páginas detallando sus características y peculiaridades femeninas. Veamos lo más esencial:

La mujer puertorriqueña es generalmente de tamaño mediano. Son elegantes y de delicadas formas; sus cinturas son esbeltas y alargadas. Despierta interés su pálida tez clara, acentuada por la brillantez de sus finos ojos negros. Su pelo es negro como el azabache; sus cejas arqueadas. Poseen en alto grado, ese aire atractivo y elegante que distingue a las damas de Cádiz. Caminan con la gracia que es peculiar a la belleza de las andaluzas. Sus modales no solo son agradables, también fascinantes: sin poseer la ventaja de una educación brillante como las damas de Londres o Paris, ellas poseen una natural agudeza de ingenio, así como una facilidad de modales que en Inglaterra sólo se encuentra en la alta sociedad. Conversan con fluidez, y su talento natural e ingenio, sustituyen el apoyo artificial de la educación. Ellas son, como un todo, mucho más interesantes que bonitas, más amistosas que llenas de perfecciones. Visten con una elegancia y gusto que pocas veces he visto superado; siguen e imitan invariablemente la moda parisina. [13]

Los bailes públicos son espléndidos. Un extranjero quien al caminar por la ciudad durante el día, o al anochecer, no se ha encontrado con una sola mujer excepto con personas de color, estaría sorprendido en la noche al asistir a un salón de baile. Sus ojos estarían deslumbrados por el conjunto de damas puertorriqueñas; él escasamente creería estar en la misma capital donde durante todo el día no pudo encontrar vestigios de personas de tez clara. Esta admiración la expresan todos los extranjeros con mucha certeza, pues seguramente las damas de esta isla, en un salón de baile, harían los honores a cualquier país en el mundo. Aunque se presta muy poca atención a cultivar sus habilidades naturales, aún hay muchas de ellas quienes, por fuerza meramente del talento y su dedicación, han logrado grandes aptitudes en el Francés y la pintura. Sin haber sido enseñadas por un maestro de baile, bailan con gracia y elegancia, y, como toda dama de América, son sumamente apasionadas con el baile.  Son vehementes y gustan extraordinariamente de su propio país, pero tienen la cortesía y buena crianza de no hacer comparaciones odiosas durante las conversaciones de esto con otros. En el círculo doméstico son esposas afectuosas, madres tiernas y apegadas a amistades fieles. Son trabajadoras, frugales y económicas, sin llegar a la mezquindad. [14]

Los elogios persiguen la intención de conformar mediante el halago a la mujer para relegarla siempre al plano doméstico, al de ser compañía y entretención del hombre, máquina reproductora de la especie… En el fondo hay una repetición del machismo expedito ya advertido en otros viajantes: La mujer, donde quiera que se halle es objeto de placer. Siempre he creído que detrás del elogio se esconde la burla y el sarcasmo.

Puertorriqueñas negras educadas

Años más tarde, después de la memoria del Coronel Flinter, resulta simpática la nota de que cuando el poeta español Manuel del Palacio estuvo desterrado en Puerto Rico en el año de 1867, uno de sus pasatiempos más disfrutados era pasar las primeras horas del anochecer en la casa del maestro arquitecto Julián Pagani “hombre de color que vivía en la calle de O´Donnell….” El maestro de obras sumaba hasta cuatro hijas, como cuatro tizones, pero admirablemente educadas, pues lo mismo hablaban el alemán que el francés, igual tocaban el piano que el violín y el arpa, y tan pronto se hacían aplaudir cantando trozos de Rossini o de Verdi como destrozaban los corazones bailando aquellos tanguitos que con tanta gracia improvisaba Tabares (sic)”.[15]

Sobre el arquitecto Julián Pagani escribía en 1933 el entonces Historiador de Puerto Rico, Mariano Abril, señalando que: “Gozaba de cierta prominencia social y todo el mundo lo miraba con respeto”. Julián Pagani era un hombre de influencia en las esferas gubernamentales y el gobierno español lo condecoró y le dio el tratamiento de Excelentísimo Señor. Pagani solía ofrecer con frecuencia fiestas en su casa a las que asistía el gobernador, así como militares de alta graduación. “Sus hijas mulatitas cultas, casaban con hombres blancos”. (El Mundo, San Juan, P.R., 28 de mayo de 1933)

Pero lo peor está por venir…

Visita del cronista del The New York Home Journal[16]

Fue don Manuel Fernández Juncos quien en un extenso artículo publicado en El Buscapié (Año IX, Núm. 15)[17] da cuenta de una publicación ofensiva contra la mujer puertorriqueña efectuada por un turista neoyorquino aparecida en The Home Journal, escrita hacia mediados de 1885. Entre otras burlas contras nuestras mujeres decía el anónimo cronista:

“Como los pájaros de los trópicos, las señoritas usan muchas plumas y todo lo que se pudiera considerar cursi entre las de las zonas templadas; sus adornos consisten de chucherías absurdas, de gusto bárbaro, y solamente aquellas que han estado en los Estados Unidos o en Paris demuestran algún gusto en el vestir. Gustan de las más raras combinaciones de colores y cuando se visten para un baile, parecen como si se hubiesen vestido de arco iris para una mascarada.

“Todavía llevan una carga de pelo postizo y moños como los que se usaban en Norte América hace quince o veinte años y que todavía se encuentran de venta en Puerto Rico, puestas en cajas de cartón con tapa de cristal, como la de un ataúd, y en las cabezas de las señoritas, cuando tienen puesta la mantilla, que usan en vez del bonete de las americanas, trayéndonos a la imaginación aquellos tiempos ya pasados.

“¿Son bonitas las damas puertorriqueñas? Eso depende del gusto de quien las juzgue. Los escritores que han alcanzado la belleza de las mujeres de los trópicos conocen poco a las muchachas americanas. El que guste de las muñecas, es seguro que admirará esta planta tropical. En las clases bajas de la sociedad se encuentran muchachas muy bonitas. Ojos vivarachos, alegres; cuerpos de sílfides, tan graciosos y flexibles cual los de las panteras; tímidas, modestas, con todas las gracias de la coquetería que adornan la mujer de todos los tiempos y de todas las latitudes.

“Ninguna de ellas sabe leer; ninguna de ellas ha visto el interior de una escuela; ignoran que existan libros; nos llaman americanos, y tienen tanto conocimiento de nuestra procedencia como de la composición de las estrellas. A todo lo que se les dice contestan: Sí, señor, y modestamente dejan caer sus largas y negras pestañas sobre unos ojos capaces de causar la ruina de un Marco Antonio.

“Retrato de Angelina Serracante”. Francisco Oller (1885-1886), Óleo sobre tabla. Colección Museo de Historia, Antropología y Arte, Universidad de Puerto Rico.

“Estas muchachas tropicales son bellas, con una hermosura natural digna de ser admirada por ser genuina. Las de la clase alta, aquella cuyos ojos lánguidos y tez de rica frescura han sido el tema para tantas obras literarias en prosa y en verso, podrán ser muy bellas al natural; pero cuando se adornan con artificios para parecerlo, no lo son. Sus ojos son admirablemente negros y picarescos, y el saber uso de ellos con perfección constituye en ellas un objeto de estudio. Dícese que las mujeres de los trópicos pueden dar a una sola de sus miradas más expresión que otras mujeres en todas las de su vida; pero los que tal afirman, indudablemente se hallan bajo la influencia de un exceso de galantería o de pasión amorosa. A mi entender, todas tienen los ojos con igual expresión: lánguidos, apasionados, y generalmente denotan mal genio; fuera de esto carecen de expresión alguna, no tienen la mitad siquiera de la expresión de la mirada de un perro o un caballo bien criados. Demuestran simplemente pasión, no inteligencia.

“Y con los ojos concluye la belleza de la mujer antillana. Y aún destruirá ella misma esa belleza a serle posible, como destruye la de su rostro, pintándole y revocándole toscamente.

“Los químicos venden allí una especie de pasta hecha de cascarones de huevos, con la que se embadurnan la cara las mujeres, hasta alcanzar la apariencia de imágenes de yeso; a todas partes llevan esa mezcla: a la iglesia, a los coches, al teatro, y cuando creen que nadie las observa, se la untan en la cara. No les pasa siquiera por la imaginación la idea de que puede nadie creer que dicho aspecto no sea natural, sino que creen que encierra la mascarilla un misterio de belleza. El cuello y las orejas de estas bellas aparecen diez veces más negros que sus mejillas y su nariz.

“Tienen, generalmente, la boca grande, y los labios algo más gruesos de lo que exigen los clásicos; pero sus dientes son blancos, iguales, bonitos y bien cuidados. Aunque acostumbran consumir en almuerzos y comidas carnes, dulces y confituras, por rareza se ve allí un hombre o mujer que no tenga buena dentadura.

“Pero lo más desagradable de la mujer antillana es su voz; no se halla en ellas aquella voz dulce y de tono musical que constituye uno de los atractivos de las bellezas turcas, ni tampoco el acento resuelto de las muchachas inglesas.

“La voz de la señorita más fina es, por lo común, tan desagradable y tan áspera como el grito de una cotorra; hablan siempre alto y en tono agudo.

“Temprana madurez, rápido decaimiento; he aquí a la mujer de los trópicos. O se secan pronto o caen en la obesidad. ¡No hay una sola vieja de buen ver, como se encuentran comúnmente en los Estados Unidos! Cuando llegan a la edad de cuarenta años, o se ponen flacas y desabridas como una manzana agria, o, por el contrario, gordas y grasientas. Su cutis se arruga por el uso de los emplastos anteriormente descritos, y la falta de ejercicio se demuestra tanto en ellas por su torpeza locomotiva como por su aspecto físico, porque las mujeres de las Antillas no hacen otro ejercicio que el de mecerse en los sillones.”

El artículo que acabo de transcribir provocó enojo en los lectores puertorriqueños y el periódico El Boletín Mercantil[18] salió en defensa de nuestras mujeres con un lacónico y breve comentario:

Que un yankee pretenda poner en ridículo a las bellas puertorriqueñas, dignas hijas de España e idénticas a nuestros hermosos y preciosísimos tipos del Mediodía de la Península, nos parece empresa harto necia y difícil, harto atrevida y desairada.

¿Cuándo podrá la familia yankee dar lecciones de elegancia y buen gusto a las damas españolas de ultramar?

¿Desde cuándo se entremeten los Yankees a reformadores de nuestras costumbre cultas e irreprochables? Risum teneatis.

Una sincera pincelada de ternura

Mas no todo es desaire con la mirada de los extranjeros sobre la mujer puertorriqueña y los puertorriqueños en general. Muy joven cuando comencé mis estudios universitarios en Río Piedras tuve el privilegio de ser alumno de Margot Arce de Vázquez, José Arsenio Torres y de Federico de Onís, entre otros… Cuando fui a estudiar a España, una tarde me llegó la infausta noticia de que Don Federico se había quitado la vida. Me dolió en el alma pues había sido su ayudante por espacio de un año y tomé con él un excelente curso sobre El Quijote de la Mancha. En esa ocasión recordé su emotivo ensayo escrito en el año de 1926 titulado Los ojos puertorriqueños. Decía don Federico entre muchas otras cosas:

Cuando, como es natural, muchos me preguntan acerca de mis impresiones de Puerto Rico, no encuentro contestación que me satisfaga. Digo que estoy muy bien, que todo me gusta aquí, que me parece estar en mi tierra, que hasta creo haber engordado desde mi llegada y que un catarro que tenía agarrado a mi garganta desde hace no sé cuanto tiempo solo aquí se ha acabado de curar. Desde el punto de vista íntimo, parece que no podría decirse más; y, sin embargo, yo me quedo pensando que todas esas palabras deben sonar en los oídos ajenos a vulgaridades o cumplidos.

Se extiende don Federico explicando la imposibilidad de conocer el interior o el alma de un pueblo al igual que la de las personas y concluye su breve y enjundioso ensayo con una aseveración incontestable. Intuye entonces el espejo donde se refleja el alma de los puertorriqueños:

Esta intuición inconsciente nace como nacen las simpatías y antipatías más profundas y definitivas entre los hombres: de una mirada. Es en los ojos –que nada ni nadie puede cambiar– donde leemos el fondo del alma humana. Y yo, desde que llegué a Puerto Rico, veo por todas partes, en la calle, en mis clases, unos ojos negros, castaños o garzos, alegres o tristes, a través de los cuales yo veo un alma que no tiene secretos para mi. Hay en ellos una mirada familiar y conocida, la misma con que se encontraron mis ojos cuando empezaron a ver. [19]

Fuera de los desaires de muchos de los cronistas a la mujer puertorriqueña, la constante admiración a su tez y a sus ojos vivos, tristes o alegres es repetida con frecuencia. Los ojos de la mujer puertorriqueña desde las ingenuas taínas, las afanosas africanas y las ingeniosas y humildes criollas han dejado sus centelleos de luz indeleble en el alma de los hombres, los de afuera y los de adentro, de los poetas o simples enamorados, desde el español Gutierre de Cetina (1520-1557) hasta nuestro José Polonio Hernández Hernández (1892-1922), los ojos reverberan en nuestras almas como espejos alados que vuelan a los rincones más delicados de nuestro espíritu.

Apéndice I

Pastoral contra los escotes del obispo Fray Manuel Jiménez Pérez

Nos el Dr. Fray Manuel Jiménez Pérez, por la Gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de San Juan de Puerto Rico y sus anexos del Consejo de S.M.,&

A vos los fieles y moradores, en esta nuestra diócesis, salud y gracia en Nuestro Señor Jesucristo.

Por personas piadosas que viven sujetas a los preceptos de nuestra Santa ley, se ha notado no sin intenso dolor de su corazón, el abominable aseo y traje deshonesto con que muchas mujeres se atreven a andar por las calles públicas y entrar en la iglesia, llevando la saya tan sumamente corta y el pecho tan descubierto, que solo no escandalizan, sino que al mismo tiempo son causas de muchos y graves pecados; y habiendo llegado hasta nuestra noticia, deseamos el remedio de tan peligroso abuso, y para ello ordenamos y mandamos en virtud de Santa Obediencia, que ninguna persona de cualquier estado que sea use de dichos trajes deshonestos, ni menos tome asiento alto en la iglesia, bajo la pena de ocho reales que se le sacarán de multa por la primera; y por cuanto asimismo, estamos noticiados que hay muchas personas, así hombres como mujeres, que olvidadas de sus principales obligaciones, no solamente dejan de oír misa en los días de precepto, sino que sin el menor reparo trabajan en los domingos y otras festividades en que se prohíbe, ordenamos y mandamos a nuestro Alguacil de vara, que siempre que se verifique haber incurrido en este delito alguna persona de cualquier calida que sea, le quite ocho reales de multa y la ponga inmediatamente en la cárcel pública y nos dé  parte de ello, para aplicar las demás penas que por bien tuviéremos. Dado en Puerto Rico, a 23 de enero de 1773 años. Fray Manuel, Obispo de Puerto Rico.—Por mandato de S.S. I. el Obispo mi señor. Don Felipe Joaquín Ramírez,–Secretario [20]

NOTAS

[1] Carta del Obispo de Puerto Rico Don Fray Damián López de Haro, a Juan Diez de la calle, con una relación muy curiosa de su viaje y otras cosas. Año de 1644. Empleo la edición de Tapia, Biblioteca histórica de Puerto Rico, Instituto de Literatura, San Juan, 1945, pp. 449-457.

[2] donaire. (Del b. lat. donarĭum, de donāre, dar).1. m. Discreción y gracia en lo que se dice.2. m. Chiste o dicho gracioso y agudo.3. m. Gallardía, gentileza, soltura y agilidad airosa de cuerpo para andar, danzar, etc. Énfasis del autor.

[3] Empleo la edición de la Dra. Isabel Gutiérrez del Arroyo por considerarla la mejor de todas. Editorial UPR, Río Piedras, 1966. Para datos biográficos y pormenores de Fray Iñigo véase el estudio introductorio abarcador y ejemplar de la Dra. Gutiérrez que acompaña la citada edición.

[4] El obispo Jiménez era fraile benedictino muy moralista y proclive a escuchar rumores de sus subalternos. El 23 de enero de 1773 fue divulgada en las parroquias de Puerto Rico una Circular prohibiendo los escotes en las mujeres parroquianas so pena de ser multadas significativamente de ser éstas halladas en desacato de las normas de la moral y el buen vivir. (Se reproduce la circular al final de este artículo. Vid: Coll y Toste: Boletín Histórico de Puerto Rico, Vol. I. p. 162).

[5] Angaripola.1. f. Lienzo ordinario, estampado en listas de varios colores, que usaron las mujeres del siglo XVII para hacerse guardapiés.2. f. pl. coloq. Adornos de mal gusto y de colores llamativos que se ponen en los vestidos. Apuntes de MCS.

[6] Aparece en el texto de la edición citada sin “h”. Evidentemente un error de Fray Iñigo. Se refiere a un tipo de lienzo muy fino.

[7] Para detalles véase el Cap. XXXI, p. 188.

[8] Teodoro Vidal: José Campeche: Retratista de una época, San Juan de Puerto Rico, Ediciones Alba, 2005, pp: 30-34. Véase, además, Arturo V. Dávila: José Campeche en la Casa Power, Río Piedras, UPR, 1997, pp: 10-13. Teodoro Vidal decía que debieron existir unas cinco de estas damas a caballo. Vid, Op. cit., p. 34.

[9] Empleo la edición: André Pierre Ledrú: Viaje a la Isla de Puerto Rico en el año 1797, traducción del francés al español por Julio L. Vizcarrondo, San Juan de PR., Editorial Coquí, 1971.

[10] Colonel Flinter, An account of The Present State of The Island Of Puerto Rico, London, 1834. Edición facsímil de la Academia Puertorriqueña de la Historia con Estudio preliminar de Luis E. González Vale, San Juan de Puerto Rico, 2002, 392 págs.

[11] Op. cit.

[12] Segunda edición en español, Instituto de Cultura Puertorriqueña, San Juan de Puerto Rico, 1976, 124 págs.

[13] Op.cit., pp. 81-82.

[14] Ibid., pp. 82-83. La traducción de los textos es de mi hermana la Dra. Casilda Canino, levemente rectificados por mi persona.

[15] Cayetano Coll y Toste: “Origen etnológico del campesino de Puerto Rico y mestizaje de las razas blanca, india y negra”, en: Boletín Histórico de Puerto Rico, San Juan, P.R., Tomo XI, 1924, pág.144. Coll y Toste toma la información de la Revista castellana, año IV, núm.27, pág. 169.

[16] Lidio Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico, Río Piedras, ED. UPR, Tomo II 2da. parte, 1875-1885, pp. 886-889.

[17] Lidio Cruz Monclova, Op. cit., p. 889.

[18] Año 47, Núm. 59. Cruz Monclova, Op. cit., pág. 889.

[19] Publicado en Universidad de Puerto Rico, Summer School News, 26-31 de julio, 1926.

[20] Tomado de Manuel Fernández Juncos, Galería Puertorriqueña, San Juan de PR. Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1958, p. 242.

Marcelino Canino Salgado

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Peste bubónica en Puerto Rico, 1912

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Por José G. Rigau Pérez

Puerto Rico Ilustrado

El aumento en velocidad y tamaño de los buques mercantes a finales del siglo XIX y principios del XX facilitó la dispersión de una pandemia poco recordada en estos tiempos en que sufrimos la del COVID-19: la peste bubónica. Es una enfermedad bacteriana transmitida por la mordedura de las pulgas, que, sin tratamiento antibiótico, es letal hasta en el 60% de los casos. Produce la hinchazón e inflamación de nódulos linfáticos, comúnmente en la ingle, axilas o cuello. Estas masas se conocieron como “bubones” (por el término griego para la ingle). El nombre de la enfermedad consiste entonces del término genérico “peste”, que representa cualquier enfermedad, aflicción o calamidad generalizada, y su signo clínico, los bubones. Si la infección se asienta en los pulmones, se la llama “peste neumónica”, una variante más peligrosa y además trasmisible directamente de persona a persona mediante las secreciones pulmonares.

El 14 de junio de 1912, un fallecimiento en el barrio sanjuanero de Puerta de Tierra preocupó a las autoridades, que tenían conocimiento de brotes epidémicos de peste en otros puntos del Caribe. El País contaba con la estructura sanitaria necesaria para una respuesta apropiada, rara situación en salud pública en casi cualquier lugar y tiempo. El conocimiento científico de la enfermedad y sus métodos de control tenían bases sólidas. La Isla acababa de reorganizar su Departamento de Sanidad, y el director de su laboratorio, Isaac González Martínez (1871-1954), mejor conocido por su trabajo posterior en prevención y tratamiento de cáncer, tenía experiencia con la enfermedad. Había participado en la comisión española que estudió el brote de peste bubónica en la ciudad de Oporto, Portugal en 1900.

“Los trabajos para combatir la peste, Puerto Rico Ilustrado, 20 de julio de 1912.

De parte del gobierno federal, el Servicio de Salud Pública (US Public Health Service – PHS), que bajo la Ley Foraker tenía un rol protagónico en los asuntos sanitarios insulares, había manejado otras epidemias de peste bubónica. Ese mismo año, el Congreso había extendido su jurisdicción en investigaciones sobre asuntos de salud.

A pesar de contar con los peritajes y las estructuras para lidiar con la crisis, la respuesta inicial no fue la mejor. Por principio de cuentas, ni el gobernador ni el Comisionado de Sanidad estaban en la Isla.  Lamentablemente, el gobierno perdió credibilidad con sus primeros anuncios, quizás por falta de experiencia pero ciertamente por un equivocado énfasis en tranquilizar, en vez de informar verazmente. El 17 de junio, informes separados de W.R. Watson (Director Interino de Sanidad) y S.B. Grubbs (Jefe de la Estación de Cuarentena, regentada por el PHS) indicaron que los casos sospechosos habían sido investigados: “el rumor de que estos casos sean peste bubónica es sumamente absurdo” (dijo Watson) y “la posibilidad de dicha pestilencia invadir Puerto Rico es muy remota” (dijo Grubbs). Valga señalar que en sus memorias, Grubbs solo recordó que “recomendamos a todos que no se asustaran”.

Al día siguiente, el doctor González Martínez informó resultados preliminares positivos a la enfermedad. El 19 de junio, el gobernador interino Carrell reconoció oficialmente la presencia de peste bubónica en San Juan, y solicitó ayuda adicional del PHS. La reacción del público apareció ilustrada en una caricatura de primera plana del periódico El Tiempo, el 21 de junio, con título entrecomillado para indicar ironía: “Prudentes medidas sanitarias”: una carrera de automóviles saliendo de la ciudad, dos con una bandera que dice “mieditis”. Tras los carros, salen volando gallinas de un gallinero.

“Prudentes medidas sanitarias”, El Tiempo, 21 de junio de 1912.

El 30 de junio se decidió que todo el trabajo relacionado con la erradicación de la peste estaría a cargo del PHS, pero el ejército, el Servicio Secreto Federal, y el Departamento de Sanidad de Puerto Rico también jugaron papeles importantes. Las medidas de control incluyeron la captura y eliminación de ratas, y un enorme esfuerzo de limpieza urbana que incluyó recogido de basuras y alteración estructural de edificios para eliminar criaderos potenciales de roedores.

Puerto Rico Ilustrado, 22 de junio de 1912.

La descripción de las medidas tomadas para la erradicación de la peste bubónica presenta un panorama de acciones gubernamentales rápidas y exhaustivas, que literalmente cambiaron el ordenamiento de la ciudad. A pesar de la oposición de la Liga de Propietarios, en menos de un mes se redactaron y promulgaron leyes nuevas para la regulación de estructuras a prueba de ratas. Por ejemplo, a los dueños de viviendas terreras, con piso de madera, se les exigió levantarlo sobre el suelo a una altura que permitiera mantener el área limpia o mejorar los cimientos para impedir la penetración del roedor a espacios ocultos. Los reglamentos ordenaban el almacenamiento de alimentos, el manejo eficiente de basura, la precaución con la siembra de árboles frutales que pudiesen alimentar las ratas y el mantenimiento, bajo condiciones adecuadas, de los establecimientos comerciales, gallineros y establos. “Toda palma de coco en los alrededores y suburbios de San Juan fue puesta a prueba de ratas”, según el Departamento de Sanidad. Aunque la destrucción de locales insalubres fue limitada y selectiva, provocó el desahucio de familias pobres y hubo fuertes críticas del público a la manera de operar del PHS. Sin embargo, y en contraste con experiencias previas en el continente, hubo poca tensión entre el gobierno local y el federal. A fin de cuentas, todos los altos cargos del gobierno insular eran nombramientos federales, y el PHS había desarrollado métodos eficientes para el control de peste bubónica en San Francisco (California) en 1907. Aun así, las normativas legales para evitar la infestación de roedores en edificios se formularon por primera vez en Puerto Rico.

“La peste bubónica en San Juan”, Puerto Rico Ilustrado, 22 de junio de 1912.

La epidemia duró tres meses (el último caso se registró el 13 de septiembre) y provocó un total 55 enfermos, residentes de San Juan (51), Carolina y Dorado. Todos manifestaron la variedad bubónica y 36 (65%) fallecieron. Se encontraron además ratas infectadas en Río Piedras, Caguas y Arecibo. No se pudo precisar la manera en que la peste se introdujo en la Isla, pero quedó la sospecha de que el contagio provino de Islas Canarias.

Otra epidemia de peste bubónica, en 1921, produjo 20 decesos (61%) en 33 casos de ocho municipios: San Juan (15 casos), Río Piedras (1), Carolina (4), Bayamón (1), Manatí (3), Arecibo (1), Juncos (1), y en Caguas (7). Aparecieron roedores infectados en Guaynabo y Fajardo. En 1921, ya bajo la Ley Jones, el Departamento de Sanidad dirigió la campaña contra la epidemia, con la asistencia de personal de la Fundación Rockefeller, que ya ayudaba a la agencia en otros proyectos. La peste no se ha detectado desde entonces en Puerto Rico. Luego de la segunda epidemia, el Departamento de Sanidad mantuvo un laboratorio de detección de peste por unos años, lo unió al Laboratorio Biológico (general) en 1929, y suprimió sus funciones unos años más tarde.

Todo esto está extensamente documentado en publicaciones locales y federales, a la espera de quien se interese por el proyecto de un análisis histórico cabal.

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Quien interese más información y referencias puede consultar:

Rigau-Pérez JG. El Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos en Puerto Rico, 1898-1918. Op. Cit. (Universidad de Puerto Rico) 19 (2009-2010): 143-177. https://revistas.upr.edu/index.php/opcit/article/view/8021/6590

Rigau-Pérez JG. The work of US Public Health Service officers in Puerto Rico, 1898-1919. P R Health Sci J 2017; 35: 130-139. http://prhsj.rcm.upr.edu/index.php/prhsj/article/view/1564/1080

José G. Rigau Pérez

Académico de número de la Academia Puertorriqueña de la Historia, médico epidemiólogo retirado del US Public Health Service y catedrático auxiliar ad honorem en las escuelas de Medicina y Salud Pública de la Universidad de Puerto Rico.

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La vacunación general obligatoria de 1899 y el COVID-19 en 2021

Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 3 de enero de 2021.

Por José G. Rigau Pérez

‘Vacunación brazo a brazo’, un cuadro de Constant-Joseph Desbordes (1820).

Antes de proclamar que la inmunización contra no tiene precedente en Puerto Rico, debemos recordar dos fechas: 1803, 1899. La Isla figura en la historia mundial de la vacunación por su primer uso en la América española (1803) y por la vacunación general obligatoria de 1899. Fueron respuestas excepcionales a retos siempre presentes en nuestra historia. Desde comienzos de la conquista y colonización hemos lidiado con enfermedades nuevas, epidemias letales, urgencias de acción preventiva y de atención médica a masas, y obstáculos para llegar a los más vulnerables y aislados.

En 1518 la población padeció su primera pandemia identificable, la viruela (hoy erradicada, distinta a la varicela). Producía la muerte en uno de cada tres casos. En sobrevivientes, dejaba cicatrices desfigurantes y pérdida de visión. Los brotes se repitieron por cuatro siglos, a pesar del uso (insuficiente) de la vacuna desde 1803.

Otra epidemia de viruela surgió en 1898, mientras el país se encontraba en los avatares de una guerra que transformaría su destino. En enero de 1899, el gobernador militar estadounidense, Guy V.Henry, ordenó la vacunación general, con un proyecto que demostraría la benevolencia y la efectividad organizativa del nuevo gobierno. En cada uno de los cinco distritos, un médico militar supervisó los vacunadores, mayormente médicos puertorriqueños asistidos por soldados. Cada vacunador atendía cerca de 225 personas por jornada. Para asegurar el cumplimiento de ciudadanos y autoridades civiles, se exigió un certificado de vacunación en toda actividad rutinaria (escuela, trabajo, teatro, transportación pública). La campaña se sufragó con fondos insulares y los alcaldes manejaron los arreglos locales.

Gobernador militar de Puerto Rico, General George W. Davis, 9 de mayo, 1899 – 1 de mayo, 1900. Pintura de Francisco Oller.

Parece que hubo poco espacio para disentir. El gobernador George W. Davis, sucesor de Henry, impuso penas monetarias (al menos $300 de hoy) y cárcel para los recalcitrantes.

¿Qué razones tendrían los que se oponían a la solución médica? Varias a mi entender. La vacunación de viruela producía mayores molestias que cualquier vacuna de hoy. La reacción en la piel y el dolor del brazo podían incapacitar por días a los trabajadores (que perdían ingreso). Otros tendrían temor, o se creían inmunes por haberla padecido o por vacunación previa (sin poder documentarlo), o no confiarían en las intenciones del gobierno. No obstante, la mayoría hizo filas para vacunarse. Por lo menos uno se quiso colar (Ponce, 16 de mayo). Acabó enfrentado a tiros con los guardias y fue a la cárcel.

En cuatro meses se vacunó a 786,290 personas (84% de la población), al costo de $43,106 (como mínimo, $1,293,000 hoy). A fines de junio, la dirección de la campaña pasó a la nueva Junta Superior de Salud. Faltaba un esfuerzo de varios meses más para cubrir la población menos accesible (en las montañas de Utuado, Ciales y Morovis). El catastrófico huracán San Ciriaco (8 de agosto) privó gran parte de la población de hogar e ingresos, y la vacunación desapareció de las prioridades.

¿En qué se parece este episodio al que ahora empieza? A las recurrencias históricas mencionadas (epidemia, enfermedad nueva y mortal, urgencia de atención masiva y protección especial para los más vulnerables y aislados), añado la precariedad financiera del gobierno y de la infraestructura de salud pública, y los efectos del huracán más letal hasta entonces (en 1899 interrumpió la campaña de vacunación, esta vez el huracán María la precedió). Ambas ocasiones coinciden en la inmunización general, y dos productos biológicos que exigen cuidados especiales (ahora refrigeración; antes, en tubos de vidrio con glicerina o directamente del cultivo viral – en la piel de la ubre de una vaca; por eso, “vacuna”).

Vemos otra vez su logística dirigida por militares, orientada a la ciudadanía por alcaldes y personal sanitario puertorriqueño con ayuda federal. Son proyectos de larga duración, que exigen filas y paciencia por parte de la ciudadanía.

¿Diferencias? En 1899 no había pandemia, ahora sí; la enfermedad era conocida, esta es completamente nueva; el conocimiento científico y las capacidades profesionales e institucionales eran mucho menores que ahora y a nivel popular se sabía poco de la ciencia detrás de la vacuna. En 1899, la mayoría del gasto lo sufragó el presupuesto insular; ahora, la mayor parte de los gastos corren por el gobierno federal. En 1899, la atención a necesidades individuales (educación de la comunidad, consentimiento informado, reacciones adversas, precauciones por embarazo, otras condiciones médicas) quedaba a discreción de cada médico. Ahora, en contraste, los más cualificados para juzgar la utilidad y seguridad del método, los profesionales de la salud, están entre los primeros vacunados, aquí y en Estados Unidos.

Hay grandes diferencias por la situación política, siempre determinante en la salud. Esta vez, el problema ha sido crucial en Estados Unidos en un año de elecciones. La presión para lograr la vacuna provocó temor a una indebida interferencia partidista, pero tuvo el efecto de prodigar recursos monetarios y humanos. En Puerto Rico, el comienzo de la epidemia reveló graves deficiencias de manejo en la administración pública, que emprende la inmunización bajo sospecha.

La vacunación de 1899 era obligatoria, no por solicitud del pueblo, sino impuesta por un ejército de ocupación para promover un nuevo régimen colonial, con censura periodística a las críticas y con la agresividad de una operación militar. Un gobierno constitucional puede imponer su voluntad en caso de emergencias perentorias; más todavía un régimen militar extranjero persuadido de su propia superioridad y benevolencia. En 2020, la mayoría de los ciudadanos han consentido a limitaciones de nuestros derechos para prevenir la aceleración de la epidemia, pero es poco probable que alguna sociedad libre de 1899 lograra imponer a sus ciudadanos lo que ocurrió aquí. En Brasil, en 1904, las medidas restrictivas fracasaron después de una semana de motines.

¿Cómo comparar resultados, si la campaña actual apenas empieza? La opinión pública y los problemas de implementación en 1899 son difíciles de precisar, por la censura de prensa y falta de más investigación. El éxito sanitario es innegable, pues la incidencia y la mortalidad de la viruela disminuyeron marcadamente. (Esto fomentó el descuido de la vacunación en años posteriores). Los últimos casos en Puerto Rico se vieron en 1921.

¿Qué podemos anticipar para 2021? Los medios noticiosos y sociales nos dejarán saber los problemas (grandes y pequeños, ciertos, ilusorios o fake). Tropiezos habrá, pero el gobierno debe informar al público, coordinar las acciones y evitar, en lo posible, las confusiones, aglomeraciones y esperas innecesarias. Por más efectiva que sea la planificación, gobierno y ciudadanos debemos estar preparados para las filas, quien quiera colarse y quien necesite atención especial. Costará millones (esperamos que sin “bonos” para intermediarios), tomará meses, y al terminar, no debemos bajar la guardia. A cambio, esperamos, como en 1899, la reducción drástica del riesgo de enfermar, la abolición del distanciamiento forzoso y la recuperación de las convivencias.

(Refiero los lectores a mi artículo en Bulletin of the History of Medicine, 1985, y al libro Pox, de Michael Willrich, 2011. Estos eventos claman por mayor investigación.)

José G. Rigau Pérez

Académico de número de la Academia Puertorriqueña de la Historia, médico epidemiólogo retirado del US Public Health Service y catedrático auxiliar ad honorem en las escuelas de Medicina y Salud Pública de la Universidad de Puerto Rico.

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Cólera Morbo: la epidemia reinante a mediados del siglo XIX

Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 30 de octubre de 2020.

Por Ramonita Vega Lugo

Ruta del colera morbo.

El cólera morbo fue la epidemia reinante en Puerto Rico entre 1855 y 1856. En aquel momento se desconocía su modo de transmisión. Desde el descubrimiento hecho por Robert Koch en 1884, sabemos que es una enfermedad contagiosa que se contrae al entrar en el organismo el microbio conocido como vibrio cholerae. Generalmente esto ocurre al ingerirse agua contaminada con materia fecal, el vómito de los infectados o comestibles impregnados con la diarrea colérica. Los síntomas de la enfermedad son diarreas repetidas, calambres intensos, convulsiones, vómitos y fiebres. Ante tal cuadro clínico de deshidratación, de no reponerse los fluidos, generalmente la muerte sobreviene en pocas horas.[1]

El saldo oficial de 25,820 muertos por el cólera morbo, desde noviembre de 1855 hasta fines del 1856, constituyó una gran catástrofe en Puerto Rico. Sin lugar a dudas, es el azote más mortífero en nuestra historia hasta el presente, con el mayor número de víctimas en un solo año.

Desde 1830, el gobierno español en Puerto Rico se mantenía en alerta, mientras el cólera azotaba otras islas del Caribe. Dadas las continuas comunicaciones e intercambios comerciales durante esos años, sorprende el hecho de que nuestra isla se mantuvo libre del flagelo a pesar de su presencia en las vecinas islas del Caribe: en Santo Domingo en l833; en Cuba hubo varios brotes (l833, l850, l853-54); en Santa Lucía: l834 y l854; en la Martinica: l835; en Jamaica: l850; en Bahamas: l852; en Nevis: l853; en Barbados y en Trinidad en el l854. [2] En octubre de 1855 se recibieron noticias en Puerto Rico sobre los estragos del cólera en Caracas. [3]

Desde comienzos del l855, La Gaceta de Puerto Rico reproducía del Eco Hispanoamericano una advertencia sobre los síntomas del cólera: «en tiempos de cólera todo malestar brusco o sin motivo como frío, calos fríos [sic], vértigos, desvanecimientos, palpitaciones, opresión, espasmos al pecho, cólicos, diarreas, ansias de vomitar, vómitos, inquietud en las piernas, cansancio grande sin motivo, calambres en piernas o brazos más o menos fuertes». [4] Estos síntomas aislados o en conjunto merecían mucha atención. Se recomendaba ejercitarse, tener una buena alimentación, no exponerse a cambios bruscos de temperatura para evitar el estrago o mitigar sus efectos, instrucciones muy poco plausibles en sociedades pobres. En cuanto al cuidado médico, recordemos que los facultativos escaseaban, sobre todo en las áreas rurales que constituían la mayor parte de Puerto Rico.

Las fuentes contemporáneas a la invasión del cólera dan fe del terror en que vivía la mayoría de la población por la llegada de una enfermedad cuyos síntomas de diarrea, calambres, vómitos, fiebres intensas y muerte inmediata o a las pocas horas, eran imprevistos y fulminantes.

Ante las noticias de cólera en las islas vecinas y Tierra Firme, las autoridades coloniales solicitaron a los alcaldes, «practicar indagaciones para saber si efectivamente se sufría el cólera en dichos puntos» [5] También se mantuvo un estricto cumplimiento de cuarentenas a los barcos. No obstante, su llegada fue inevitable. Luego de veinte años de prevenciones, el cólera entró el 10 de noviembre de 1855 por Naguabo, «precisamente un foco de negocios de reses que se transportaban a otras Antillas».[6] Otras versiones señalan que el cólera se introdujo por el mismo puerto de Naguabo en unos barriles de harina comprados en la vecina isla de Saint Thomas. Otros creen que la enfermedad se desarrolló por la introducción de unos sacos de cacao, por vía también de Saint Thomas, procedentes de Venezuela.[7]

A partir de su llegada por Naguabo, en noviembre de 1855, la isla se vio afectada por la epidemia en dirección de este a oeste. Se fue propagando de unos pueblos a otros y llegó al máximo de su expansión geográfica cuando invadió a Mayagüez y a San Germán, cuyos territorios municipales abarcaban gran parte del área sur y oeste del país.

La alarmante experiencia del cólera en los primeros municipios afectados sirvió de aviso y modelo para las medidas sanitarias a seguir en el oeste del país. A comienzos del 1856, el Corregidor de Mayagüez, Hilarión Pérez Guerra, propuso varias medidas para adopción inmediata si la enfermedad llegaba al pueblo. Se acordó crear una brigada para conducir enfermos a los hospitales; por la conducción de muertos se le pagaría un peso diario a los que se ocuparan de tales servicios. Tres regidores se ocuparían de escoger el sitio apropiado para ubicar un cementerio.[8]

Uno de los mecanismos practicados en Mayagüez desde el año anterior fue el de las visitas domiciliarias, realizadas por comisiones del cuerpo municipal. Además de inspeccionar las casas particulares, atendían a que hubiera el mayor aseo y limpieza en las calles, las pulperías y demás establecimientos de comestibles. Durante el mes de julio de l856, con el fin de mantener una mayor vigilancia, las visitas se realizaban cada 15 días. [9]

Otra disposición, aplicada en San Germán, fue evitar la aglomeración de personas dentro del casco urbano. Aquella medida para el distanciamiento social, se discutió en el Ayuntamiento de San Germán el 6 de agosto de 1856, a los pocos días de saberse de la llegada de la epidemia a Mayagüez. Los vecinos de San Germán se quejaban de que amigos y parientes querían venir de Mayagüez y alojarse en sus casas. Curiosamente, el comisario del barrio Guanajibo donde quedaba la guardarraya entre San Germán y Mayagüez, reportó el primer caso de cólera el 9 de agosto, el mismo día en que se aprobó finalmente la medida contra la aglomeración. Una mujer enfermó durante la madrugada y murió a las pocas horas. El comisario informó además la muerte de otro infectado y dos vecinos de la referida mujer que fueron atacados por el temido cólera. Uno de los vecinos contagiados acababa de llegar de Mayagüez. [10]

Mi investigación sobre el cólera en Puerto Rico, con énfasis en San Germán y Mayagüez, se propuso llenar un vacío historiográfico. La clave inicial para incursionar en la investigación sobre el cólera me la proveyó un ensayo sobre el abolicionismo puertorriqueño del profesor Alberto Cibes Viadé.

no existe un trabajo completo que estudie los orígenes y el curso de la epidemia (de cólera), así como sus efectos en la sociedad de mediados del siglo XIX…sin discusión posible, el azote de mayores víctimas que registran los rumbos médicos de la isla. [11]

Hace algunos años culminé una tesis sobre el cólera morbo en el Puerto Rico de mediados del siglo XIX, enfocada en San Germán y Mayagüez, como requisito final de mis primeros estudios graduados. Sin embargo, la investigación no solo continuó abierta sino en continua actualización[12].

La historiografía en torno a la epidemia en otros entornos es amplia. Existe gran variedad de publicaciones que exhiben abordajes interdisciplinarios, aplicados a la historia de la enfermedad a través del mundo y que asisten en una mejor comprensión de la epidemia, más allá de su rango médico. Además de la búsqueda tradicional en archivos y bibliotecas, he auscultado múltiples archivos digitales y bases de datos en internet, no disponibles en la época en que comencé mi investigación. Así también he recuperado documentos inéditos, sin contar los que aun permanecen secuestrados en colecciones particulares en archivos privados y siguen retando nuestros esfuerzos de búsqueda archivísticos. [13] Mi investigación, ya ampliada, está en su etapa final para publicación. Esta columna es un anticipo, apremiada por la dolorosa experiencia de la pandemia del COVID-19, 265 años después.

Mi estudio regional de los efectos del cólera en San Germán y Mayagüez durante el 1856 es una muestra de una profunda crisis sistémica que no fue ajena al resto de los pueblos puertorriqueños. Los testimonios dan fe del estado de alarma social y el sentido de indefensión que experimentaba el país. Su mención en documentos y prensa de la época es constante, especialmente en las actas de las reuniones de cabildo.[14] Gran parte del terror tenía que ver con la alta y rápida letalidad y la falta de una terapéutica efectiva.

Cuando el cólera llegó a Europa en 1830, el tratamiento se limitaba a recetar píldoras, eméticos o purgantes y sangrías. Estos eran los remedios más comunes y en ocasiones se utilizaban varios simultáneamente. Muchas veces el remedio era peor que la enfermedad. El uso de purgantes y sangrías dejaba al paciente agotado de sus fluidos vitales. Los enfermos morían deshidratados o a consecuencia de la falta de sangre provocada por las sangrías. La intervención médica más peligrosa fue la remoción deliberada de sangre ya agotada que al parecer de los médicos contenía el germen colérico. Para las sangrías era muy efectivo el uso de sanguijuelas incrustadas en el ano; por lo menos quince de ellas podían extraer aproximadamente una onza de sangre cada una. Se cree que decenas de miles de pacientes, con dichos tratamientos, fueron llevados a la tumba por sus médicos.[15]

Betances joven. Pintura de Rafael Tufiño (1957).

En Puerto Rico la figura del médico toma un giro distinto a la luz de la labor realizada por el doctor Ramón Emeterio Betances Alacán, cuya gesta es mayormente recordada por sus luchas abolicionistas y separatistas.[16] Cuando Betances llega a Puerto Rico, graduado de doctor en medicina y cirugía de París, trajo consigo lo más reciente de las grandes corrientes de la medicina y la ciencia europea.[17] Según el historiador médico español Francisco Guerra, Betances había estudiado la enfermedad clínicamente con sus profesores de París, aunque todavía se desconocía la causa y el mecanismo de transmisión.[18] Cuando irrumpe la epidemia en la isla, Betances no sabía sobre la fuente de contagio y estaba consciente de que muchos de los tratamientos paliativos que se estilaban en Francia, eran casi imposibles de aplicar en Puerto Rico. Pero no por ello desmayó su entrega.

Durante la epidemia del cólera en Mayagüez (1856), se destacó atendiendo a los afectados, como cirujano de sanidad del Ayuntamiento, junto a José Francisco Basora, médico titular. No le convencían los tratamientos de entonces, por lo que experimentó exitosamente con eméticos (vomitivos).[19] Su experiencia con la epidemia del cólera en Mayagüez, le servirá años más tarde (1884), desterrado en París, para escribir sobre el tratamiento que aplicó a los invadidos por el microbio. Su escrito se publicó de nuevo en 1890, cuando ya era conocido el descubrimiento de Koch. Ante el temor de un nuevo brote que se expandía por distintos países latinoamericanos, le pareció oportuno reproducir su escrito en 1890, para dar a los médicos, además de las preventivas, las medidas curativas que han de poner en práctica

En la nota introductoria a su publicación en 1890 y para reiterar la eficacia de su tratamiento, así lo afirma:

Este estudio se publicó en 1884, en tres artículos. Cada uno de esos artículos lleva la fecha del día en que salió a la luz, a más de la que existía, se ha hecho sobre el tratamiento; y la práctica de hoy no difiere de la de aquella época… las prescripciones que presento, las debo principalmente – aparte de mi experiencia propia – a los trabajos de los doctores W. Wakefield, Prouest y Lereboullet.[20]

A lo largo de las terribles jornadas de la epidemia del cólera en Mayagüez acaecida tres décadas antes trabajó día y noche. No exigía retribución a los pobres indigentes, sólo a las personas con recursos. [21] Según el doctor Rodríguez Vázquez, Betances es un mito real, inalcanzable en nuestro tiempo, un apasionado del trabajo y de sus ideas. En la memoria popular de antaño en Mayagüez, ricos y pobres reconocían a Betances como una figura ejemplar e inolvidable, sobre todo para aquellos a los que le aplazó su encuentro con la muerte. En el prócer se conjugaban la ciencia, la humanidad, la lealtad y la justicia.[22]

A mi modo de ver, el Betances político se forjó precisamente en el reconocimiento personal de las dificultades para sobrevivir en la colonia, mediante el intercambio de impresiones que obtuvo del trato directo que sostuvo como médico con pacientes de todas las clases sociales. Particularmente, el contacto de cerca con los esclavos y los desvalidos debió ser fundamental para entender la situación general de desigualdad e injusticia racial en su tierra natal.

Del total general de habitantes en Puerto Rico en el año 1854, (ascendía a 492,452), murió el 5.24%. Aunque el mayor número de fallecimientos se encuentra en la clase de color libre, cuando se compara con la población total el porcentaje mayor de muertes correspondió a la clase esclava. De la población esclava a la altura de 1854, murió el 11.66%, mientras que en la de color libre murió el 7.03% y en la blanca, el 2.41%. En la Isla en general murieron más hombres que mujeres en todos los grupos.

La epidemia de cólera en Puerto Rico se vincula con una merma significativa de esclavos, en momentos en que se encarecían los precios y la trata era perseguida en los mares por Inglaterra. Hubo haciendas que perdieron más de tres cuartas partes de su dotación.[23] Para los emancipados y libres no blancos, la epidemia fue también particularmente cruel. Haber obtenido la libertad no era garantía de nada. Ambos azotes, el cólera y la esclavitud, se nutrían de la racialización.

La siguiente gráfica ilustra, con distinción de género y raza, la distribución de las 25,820 víctimas del cólera en Puerto Rico. [24]

Los comisarios de barrio fueron quienes suministraron los datos para formar los padrones o estados diarios con detalle de los contagiados, curados, convalecientes, enfermos y muertos por el cólera. Como primeros en la línea de atención a los enfermos, estos funcionarios se contagiaron con frecuencia al igual que los médicos, otro personal sanitario y sacerdotes. Algunos comisarios fallecieron en el ejercicio de su deber, cuando acudían a prodigar cuidados mientras llegaba el médico. En Fajardo, se dio el caso de que todos los médicos fueron contagiados. Por otro lado, hubo enfermos que alegaban haberse salvado sin más aplicaciones que las del guasco, aceite con anamú y las fricciones con alcanfor y salvia.

Betances, años después. Rafael Tufiño, 1981.

A falta de un registro fotográfico, una descripción del paciente colérico por el doctor Ramón Emeterio Betances en su estudio sobre la enfermedad –publicado décadas después de su experiencia en Puerto Rico– nos acerca a la terrible experiencia del contagio:

El facies (sic) del enfermo expresa sus angustias y sufrimientos; y como no se le oculta el peligro en que se halla, la expresión del terror, que no se borra ni con el agotamiento de fuerzas en una cara enflaquecida y cuyos ojos se hunden en la órbita rodeada de una aureola violácea,. le da una fisionomía particular que no se olvida nunca más cuando se ha observado una sola vez.[25]

Para cuando Betances escribe su famoso tratado, ya se conocía la causa del cólera. Sus recomendaciones sobre el cuidado al paciente incluían eméticos (vomitivos) como la ipecacuana; para detener el vómito y contra la diarrea usaba el láudano, polvo de opio y elixir paregórico (del latin Paregoricus) mezcla de opio y alcohol. [26] Contra las diarreas debían usarse lavativas de vino caliente de Burdeos. Con cuidados higiénicos y de bienestar como el reposo, caldos, limonadas, paños de agua fresca en la frente, se lograba la curación. Según las circunstancias, el médico emplearía los excitantes internos como acetato de amoníaco, lactato de quinina en inyecciones, purgantes, baños, inhalaciones de oxígeno.[27]

La tragedia del cólera en Puerto Rico a mediados del siglo XIX no solamente aviva nuestra imaginación sobre los afectados. También abre vías para calibrar los esfuerzos gubernamentales por contener sus efectos sociales y económicos. De forma directa e indirecta, además, se identifican las condiciones de vida, los hábitos sanitarios y las costumbres que contextualizan la epidemia, algunas de los cuales persisten hasta hoy día.

Durante el año en que reinó el cólera, las actas municipales y la correspondencia remitida al gobierno central evidencian que la enfermedad desestabilizó la vida de los pueblos. La isla se vio afectada de forma general por la epidemia aunque el folklore aun mantiene sus mitos sobre el hecho. Uno de los más sostenidos tiene que ver con el pueblo de Morovis. Es preciso aclarar que el pueblo de Morovis no se salvó del cólera como repite el adagio popular: el cólera menos Morovis. El total de víctimas –cuatro– fue bajo en esa localidad; igual número que en Corozal y tres menos que en Aibonito. Son pocos decesos atribuibles al cólera, si se les compara con los reportados en San Germán (2,462) y Mayagüez (1,569). Según afirma el historiador Lidio Cruz Monclova, el único pueblo que sí pudiera haber escapado al cólera fue Adjuntas. Así parece ser, dado que Adjuntas no refleja víctimas en el informe oficial.[28]

Hubo dificultades comunes a casi todos los pueblos, particularmente la escasez de facultativos, la necesidad de improvisar hospitales y establecer cementerios, además de la ineficiencia de los cordones sanitarios. En zonas urbanas, los ayuntamientos ocuparon casas para levantar hospitales provisionales. En los campos, se experimentó un problema grave con los enterramientos pues los cementerios no eran suficientes y se dificultaba el traslado hacia otros puntos. Tanto en las áreas rurales como en los pueblos era menester enterrar con toda premura y generalmente se abrían fosas comunes y se arrojaban capas de cal en grandes cantidades. De ahí el nombre de colerientos que aún conservan esos sitios en algunos barrios. Los testimonios de la época dejan constancia de que los pobres se veían obligados a echar sus parientes en los zanjones de los coléricos, mientras que la gente pudiente recibía casi siempre sepultura, según su caudal.

Algo difícil de sostener fue el estricto control de los cordones sanitarios, en los que se le exigían pasaportes y papeletas de sanidad a los viajeros que iban de un pueblo a otro. Sobre todo en las áreas montañosas, los pasos de ríos anulaban el control sanitario y era continua la solicitud de los alcaldes para el libre tránsito de los vecinos cuando no había otros caminos para llegar a los poblados.

Más allá de los números y las estadísticas, cabe destacar la importancia de la investigación sobre los efectos de la epidemia en la sociedad del pasado y sus ecos en el presente. De algún modo pueden aleccionar sobre cuán frágiles son nuestros progresos y adelantos frente a un mal cuya forma de contagio y su resolución terapéutica no se podían precisar a ciencia cierta.

La documentación consultada manifiesta cuán inseguras eran las condiciones de salubridad a mediados del siglo XIX. Se advierte que el gobierno se veía imposibilitado para detener el avance de la epidemia. Un problema esencial era el desconocimiento sobre los modos de transmisión de la enfermedad era patente la escasez de médicos y de hospitales.

El gobierno español redobló sus esfuerzos para evitar la llegada del cólera y adoptó medidas preventivas para frenar su expansión, pero la enfermedad encontró terreno fértil en la falta de higiene de los pobres, por las condiciones críticas en las que vivían. En casi todos los lugares afectados, ese fue un aspecto interesante sobre el impacto social del cólera.

El examen general del estado social y económico del país a mediados del siglo XIX deja ver que la epidemia intensificó una situación ya precaria. En efecto, quedaron al descubierto cuán profundas y continuas eran las desigualdades sociales. Se confirma la teoría del historiador francés Louis Chevalier, sobre los patrones de comportamiento que se definen durante la epidemia. En síntesis, como cualquier otra crisis de esa envergadura, las epidemias resaltan los problemas o las situaciones de vulnerabilidad. Desde ese enfoque, la investigación sobre el cólera morbo confirma las condiciones insalubres en las que vivía una gran parte de la población. Se reconocía que los ricos podían morir de una plaga, pero esto sólo parecía subrayar que para los pobres la muerte era casi inevitable.

La población negra en general, los esclavos y los libertos, fueron las principales víctimas, particularmente los jóvenes en edad reproductiva. Los esclavos, en su mayoría, contaron con asistencia médica en las haciendas, pero esos cuidos tardíos no fueron suficientes para los miles que murieron. En la ciudad, los negros libres y sin recursos dejarían sus sobrevivientes al amparo de la caridad pública y de la beneficencia del gobierno. En un sentido real era la enfermedad de los pobres, pero los ricos no estuvieron inmunes por el modo de transmisión de la epidemia.[29]

En definitiva, al examinar el estado social y económico del país, el cólera iluminó e intensificó la crisis socio-económica que padecía la Isla. Se reconocen con el presente las continuidades en el sentido más desafortunado: particularmente la incapacidad del gobierno para controlar la expansión de la enfermedad. Entre muchas de las causas que imposibilitaron a las autoridades ejercer un control efectivo encontramos la insuficiencia de fondos para tomar medidas de prevención en cuanto a higiene, habilitación de hospitales, sostenimiento de cordones sanitarios, lazaretos y adquisición de medicamentos.

Como en la actualidad, la epidemia del cólera morbo logró expandirse con rapidez como consecuencia de las presiones económicas. El aislamiento no era conveniente para la producción el comercio de ningún modo. Las medidas de protección se pasaban por alto para dar rienda suelta a los negocios. El aislamiento mediante los cordones sanitarios y las cuarentenas provocaron conflictos en los pueblos, por temor tanto al cierre de negocios como al hambre y al contagio. Ese pasado nos resulta familiar en estos tiempos, aunque vivimos en la modernidad y con más recursos médicos e instituciones hospitalarias.

Por la grave desestabilización y penurias que provocó, el cólera se convirtió en una gran lección para el país. Contribuyó a entender la urgencia de legislar e implementar reformas sanitarias. Las instrucciones sobre medidas básicas de higiene fueron y siguen siendo clave para evitar los contagios. Este aspecto pudiera abordarse en otra investigación sobre la evolución de la sanidad y su relación con el desarrollo social y económico del país. Coincido con la aseveración del doctor Arana Soto de que el cólera contribuyó a patentizar la necesidad de reformas en la higiene y en el sistema de salud pública.

El impacto actual del Coronavirus o Covid 19 es tan alarmante en nuestro país y para la humanidad en general como lo fue el cólera a mediados del siglo XIX. El contagio y propagación de ambas se hace por medio de los humanos, quienes una vez contagiados lo transmiten de un sitio a otro. Ante las aflicciones más recientes que nos agobian y aíslan sin remedio, se reafirma la urgencia de insistir en la prevención con miras a evitar los contagios. Si de algo nos sirve aquella emergencia sanitaria de mediados del siglo XIX, es para entender que la prevención al contagio es imperativa para sobrevivir, sea cual fuere, la epidemia reinante.


[1] En 1884 el bacteriólogo prusiano Robert Koch descubrió el bacilo, en tanques de agua en Calcuta. Véase el contexto de la India con relación a su situación política y social en Sheldon Watts, Epidemias y poder. Historia, enfermedad, imperialismo. Barcelona: Editorial Andrés Bello, 2000, pp. 229-285.  Aunque ha sido criticado en sus posturas conspirativas, el libro incita a la reflexión sobre las epidemias más allá de su carácter biológico. Cf. Reseña por Antonio Buj en http://www.ub.edu/geocrit/b3w-278.htm

[2] Salvador Arana Soto, La sanidad en Puerto Rico hasta l898. Barcelona: Medinaceli, SA.,1978 , pág. 54; Kenneth F. Kiple, «Cholera and Race in the Caribbean».  Journal of Latin American Studies (l7) 1, mayo, l985: pp.161-67.

[3] Archivo General de Puerto Rico (en adelante AGPR), Documentos Municipales, San Juan, Actas de la Junta de Sanidad , 9 de octubre de 1855, f.137v.

[4] «Instrucción metódica por Dn. Tomás Fellicer», La Gaceta de Puerto Rico, 27 de sept- 3 de nov. de 1855; en «Precauciones que deben tomarse contra el cólera», 15 de nov.-17 de nov. de 1855.

[5] Archivo Histórico de San Germán (en adelante AHSG) , Circulares (1814-98), caja 382. La circular núm. 522, menciona en marzo de 1835 estar padeciéndose el cólera en Martinica.

[6] Manuel Quevedo Báez, Historia de la medicina y la cirugía en Puerto Rico. vol.1, San Juan: Asociación Médica de Puerto Rico,  l946, pág. 175.

[7] Eduardo Neumann Gandía, Verdadera y auténtica historia de la ciudad de Ponce, ed. facsimilar, San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, l987,  pág. 209.

[8] Archivo Histórico de Mayagüez (en adelante AHMM), Libro de Actas, l856, l4 de enero, f. 9r-v.

[9]  AHSG, Copiador de oficios y partes de los comisarios de barrio al alcalde, Fondo Municipal, Salud, caja 366, 6 de agosto de l856.

[10]  AHSG, Copiador de oficios y partes de los comisarios de barrio al Alcalde, Fondo Municipal, Salud, caja 366, 6 de agosto de l856.

[11] Alberto Cibes Viadé, El abolicionismo puertorriqueño. Río Piedras, Puerto Rico: Editorial Madre Isla, l975, pág.12. Estimulada por la aseveración del profesor Cibes Viadé, realicé varios trabajos monográficos de investigación y análisis sobre el cólera y la sanidad pública en Puerto Rico durante el siglo XIX. Entre otros escritos inéditos están: Invasión del cólera morbo en la Isla, 1855-56, investigación para tesina en Estudios Interdisciplinarios, Facultad de Humanidades, UPR-Río Piedras (en adelante UPRRP), 1982; La epidemia de cólera morbo en la villa de San Germán, aspecto social y económico, UPRRP,1984;  La epidemia de cólera morbo en la villa de Mayagüez, UPRRP, 1985;  La sanidad en tiempos del cólera, 1855 – 1856, UPRRP, 1986. Todos estos trabajos culminaron en mi tesis de maestría: Epidemia y Sociedad: El cólera en San Germán y Mayagüez, 1855- 56, tesis de Maestría dirigida por el doctor Fernando Picó, aprobada en 1989 por la Escuela Graduada de Historia de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

[12] He presentado los hallazgos principales de la misma en varios foros académicos. A modo de ejemplo, en la Universidad de Costa Rica, tuve la oportunidad de comparar resultados con uno de los estudios que complementó el mío en sus inicios hace tres décadas. Se puede acceder a la conferencia en revista digital Diálogos: VOL. 9 (2008): Volumen especial 2008: 9º Congreso Centroamericano de Historia, DOI 10.15517/DRE.V9I0.31130,: Ramonita Vega Lugo, Efectos del cólera morbo en Puerto Rico y en Costa Rica a mediados del siglo XIX,  presentada en panel: Historia de la Salud Pública, 9° Congreso Centroamericano de Historia, Universidad de Costa Rica, 22 de julio de 2008. Mi participación más reciente en foro sobre el cólera tuvo lugar en el Recinto de Ciencias Médicas de la Universidad de Puerto Rico, con la presentación: ¨La gran catástrofe del siglo XIX: el impacto del cólera morbo en San Germán y Mayagüez, 1856¨, durante la VI Cumbre de Historia de las Ciencias de la Salud, Panel 2. Investigaciones históricas sobre el Cólera en Puerto Rico, 9 de abril de 2019, evento organizado por el Dr. Hiram Arroyo y su equipo del Instituto de Historia de las Ciencias de la Salud (IHICIS). La Dra. Mayra Rosario Urrutia, participó a cargo de la ponencia magistral. Allí compartí escenario con tres colegas investigadores que en sus inicios validaron mi estudio como referencia para enfocarse en otros pueblos.

[13] Agradezco la colaboración de colegas historiadores e investigadores, quienes por largo tiempo me han brindado su apoyo y recomendación de lecturas, imposible incluir a todos. Entre ellos: el Dr. José Rigau Pérez, el Dr. Francisco Moscoso, el Dr. Héctor Feliciano Ramos, el Prof. Luis de la Rosa Martínez (qepd), el Dr. Salvador Arana Soto (qepd), el Dr. Fernando Bayrón Toro (qepd), el Dr. Fernando Picó (qepd),  Walter Cardona Bonet (genealogías y variedad de archivos), Joseph Harrison (archivos digitales) y la Lcda. Zely Rivera. Además, merece mención aparte el Dr. Efraín Rodríguez Malavé, por su generoso envío de archivos interesantísimos sobre la contribución de la Medicina Naturopática en el tratamiento del cólera, pendientes de incorporar a mis escritos.

[14] Varios investigadores se ocupan del tema del cólera en otros puntos de Puerto Rico o focalizan en aspectos particulares. Siempre hará falta precisar otras experiencias e impactos de la epidemia en el Puerto Rico decimonónico, pero sin duda, hoy es mucho menor el vacío historiográfico citado por el profesor Cibes Viadé. Los efectos del cólera y otras epidemias sobre comerciantes, hacendados y sus negocios en la región de Mayagüez han sido analizados por Ricardo Camuñas Madera, ¨El progreso material y las epidemias de 1856 en Puerto Rico¨Anuario de Historia de América Latina, ISSN-e 2194-3680, núm.29, 1992, págs. 241-277.  Se destacan recientes los estudios graduados sobre el cólera en Arecibo por Daniel Mora Ortiz , los realizados para tesis doctoral por Vincent Fernández en San Juan y la novela histórica El Niño Azul, de la autoría del Dr. Bernard Christenson, inspirados en la epidemia en San Germán y Mayagüez. El Dr. Christenson ha contribuido también como médico infectólogo con otros escritos como ¨Climate Change and The Cholera Epidemic in Puerto Rico, 1855-56¨, en Boletín de la Asociación Médica de Puerto Rico, vol 100, núm.4, pp. 99-101 2008 (copia del artículo suministrado por la Lcda. Zely Rivera).

[15]  Norman Howard-Jones, «Cholera Therapy in the l9th Century», Journal of the History of Medicine and Allied Sciences, Vol.27, núm.4, l972, p. 373.

[16] Distingo, entre tantos investigadores sobre el tema, a los colegas Francisco Moscoso y a Mario Cancel Sepúlveda, particularmente en la reflexión sobre los orígenes del Grito de Lares.  Hay una amplia historiografía enfocada en la gesta abolicionista y revolucionaria de Betances. Entre los clásicos, solo una muestra de sus biógrafos: la labor pionera de Ada Suárez Díaz, los apuntes de su amigo Luis Bonafoux, estudios particulares como el de Andrés A. Ramos Mattei, , Manuel Maldonado Denis, Carlos M. Rama, Loida Figueroa, Arturo Morales Carrión, Salvador Brau, José Emilio González, José Ferrer Canales.

[17] Graduado en 1853 su tesis versó sobre Las causas del aborto. Véase la actividad médica y científica de Betances a partir del 1855 dividida en tres periodos por el Dr. Eduardo Rodríguez Vázquez, Op.cit., pp. 36-37.

[18] Citado por el historiador médico, Carlos Alexis Lugo Marrero, Ramón Emeterio Betances: el Médico de las Antillas. Revista de Medicina y Salud Pública, vol 44; 2015. Publicado el 5 de enero de 2016, recuperado el 11 marzo de 2019, https://medicinaysaludpublica.com/ramon-emeterio-betances-el-medico-de-las-antillas/ . El dato corresponde a cita de Francisco Guerra en ponencia de Lugo Marrero, presentada en el Panel III de la Tercera Conferencia Científica Internacional Betances-Martí. Centro de Estudios Martianos. La Habana, septiembre 16 de 2002.

[19] Eduardo Rodríguez Vázquez, “Un médico distinguido en la historia de la medicina de Puerto Rico”, Félix Ojeda y Paul Estrade, eds., Ramón Emeterio Betances, Escritos médicos y científicos, Volumen ISan Juan: Ediciones Puerto, 2008.

[20] Versión de 1890, original en francés, traducción de Salvador Arana. En Félix Ojeda y Paul Estrade, eds., Ramón Emeterio Betances, Escritos médicos y científicos, Obras CompletasVolumen ISan Juan: Ediciones Puerto, 2008pág. 35.

[21] Ada Suárez Díaz, El Antillano, Biografía del Dr. Ramón Emeterio Betances 1827-1898. San Juan: Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe, 1988, pp. 31-38.

[22] Eduardo Rodríguez Vázquez, “Un médico distinguido en la historia de la medicina de Puerto Rico”, pág. 43.

[23] Arturo Morales Carrión, 207; Labor Gómez Acevedo, Organización y reglamentación del trabajo en el Puerto Rico del siglo XIX , San Juan, Puerto Rico: Instituto de Cultura Puertorriqueña, l970, pág. 50.

[24] «Memoria de Lemery», doc. fotocopiado, A.H.N., Sección de Ultramar, Gobierno de P.R., Leg.5082, exp.1.

[25] «Estudio sobre el cólera» por el Dr. Ramón E. Betances en Félix Ojeda y Paul Estrade, eds., Ramón Emeterio Betances, Escritos médicos y científicos, pág. 35.

[26] El llamado elixir paregórico es una mezcla de opio y alcohol. Quizás la más potente bebida con opio vendida en algún momento de la historia, en este caso a principios del siglo XX. Se utilizaba como base alcohol alcanforado de 46º y cada onza de elixir paregórico contenía unos 117 mg de opio, equivalentes a 12 mg de morfina Su uso básico era como antidiárreico. Las intoxicaciones opiáceas eran un riesgo potencial. Tomado de: https://es.wikipedia.org/wiki/Paregórico, recuperado 4 de abril de 2019. También lo define el diccionario Oxford como medicamento compuesto por extracto de opio y ácido benzoico que se empleaba como calmante.

[27] Ramón E. Betances, El cólera, historia, medidas profilácticas, síntomas y tratamiento, París: Imprenta Chaix, l890. En Quevedo Báez, pp.307-313. Una de las órdenes de higiene recomendada por Betances fue incendiar los ranchos de los esclavos. Este estudio lo reproducen Félix Ojeda y Paul Estrade, eds. Ramón Emeterio Betances, Escritos médicos y científicos, pág. 131.

[28] Lidio Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico, siglo XIX , 5a ed., vol. 1, San Juan, Puerto Rico: Editorial Universitaria, l979, pág. 342.

[29] Véase Archivo Parroquial de Mayagüez, Libro de Defunciones, II (1856). Encontré en una muestra de 116 defunciones en el barrio Sábalos de Mayagüez, lo que comprueba, en efecto, que la mayoría de los fallecidos tenían entre 20 y 39 años. Así también lo ha descrito Ángel de Barrios Román, como un desastre biológico y económico por atacar preferentemente a la edad de 20 años en adelante. Cf. Ángel de Barrios Román, Antropología socioeconómica en el Caribe, Santo Domingo, República Dominicana: Editora Quisqueyana, l974, pág. 255.

Dra. Ramonita Vega Lugo

Catedrática, Coordinadora Programa de Historia, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de Puerto Rico, Recinto Universitario de Mayagüez. Se doctoró en Filosofía y Letras en la Escuela Graduada de Historia de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras (UPRRP). Se concentró en Historia de Puerto Rico y el Caribe. En el año 2009 se publicó su libro Urbanismo y Sociedad: Mayagüez de Villa a Ciudad, 1836-1877, en el que según el director de la APH, José G. Rigau Pérez, quien la presentó en su investidura como académica, combina “dos de los asuntos que excitan el instinto investigativo” de la doctora Vega Lugo: Mayagüez y el desarrollo urbano.

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