Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 3 de enero de 2021.
Por José G. Rigau Pérez
Antes de proclamar que la inmunización contra no tiene precedente en Puerto Rico, debemos recordar dos fechas: 1803, 1899. La Isla figura en la historia mundial de la vacunación por su primer uso en la América española (1803) y por la vacunación general obligatoria de 1899. Fueron respuestas excepcionales a retos siempre presentes en nuestra historia. Desde comienzos de la conquista y colonización hemos lidiado con enfermedades nuevas, epidemias letales, urgencias de acción preventiva y de atención médica a masas, y obstáculos para llegar a los más vulnerables y aislados.
En 1518 la población padeció su primera pandemia identificable, la viruela (hoy erradicada, distinta a la varicela). Producía la muerte en uno de cada tres casos. En sobrevivientes, dejaba cicatrices desfigurantes y pérdida de visión. Los brotes se repitieron por cuatro siglos, a pesar del uso (insuficiente) de la vacuna desde 1803.
Otra epidemia de viruela surgió en 1898, mientras el país se encontraba en los avatares de una guerra que transformaría su destino. En enero de 1899, el gobernador militar estadounidense, Guy V.Henry, ordenó la vacunación general, con un proyecto que demostraría la benevolencia y la efectividad organizativa del nuevo gobierno. En cada uno de los cinco distritos, un médico militar supervisó los vacunadores, mayormente médicos puertorriqueños asistidos por soldados. Cada vacunador atendía cerca de 225 personas por jornada. Para asegurar el cumplimiento de ciudadanos y autoridades civiles, se exigió un certificado de vacunación en toda actividad rutinaria (escuela, trabajo, teatro, transportación pública). La campaña se sufragó con fondos insulares y los alcaldes manejaron los arreglos locales.
Parece que hubo poco espacio para disentir. El gobernador George W. Davis, sucesor de Henry, impuso penas monetarias (al menos $300 de hoy) y cárcel para los recalcitrantes.
¿Qué razones tendrían los que se oponían a la solución médica? Varias a mi entender. La vacunación de viruela producía mayores molestias que cualquier vacuna de hoy. La reacción en la piel y el dolor del brazo podían incapacitar por días a los trabajadores (que perdían ingreso). Otros tendrían temor, o se creían inmunes por haberla padecido o por vacunación previa (sin poder documentarlo), o no confiarían en las intenciones del gobierno. No obstante, la mayoría hizo filas para vacunarse. Por lo menos uno se quiso colar (Ponce, 16 de mayo). Acabó enfrentado a tiros con los guardias y fue a la cárcel.
En cuatro meses se vacunó a 786,290 personas (84% de la población), al costo de $43,106 (como mínimo, $1,293,000 hoy). A fines de junio, la dirección de la campaña pasó a la nueva Junta Superior de Salud. Faltaba un esfuerzo de varios meses más para cubrir la población menos accesible (en las montañas de Utuado, Ciales y Morovis). El catastrófico huracán San Ciriaco (8 de agosto) privó gran parte de la población de hogar e ingresos, y la vacunación desapareció de las prioridades.
¿En qué se parece este episodio al que ahora empieza? A las recurrencias históricas mencionadas (epidemia, enfermedad nueva y mortal, urgencia de atención masiva y protección especial para los más vulnerables y aislados), añado la precariedad financiera del gobierno y de la infraestructura de salud pública, y los efectos del huracán más letal hasta entonces (en 1899 interrumpió la campaña de vacunación, esta vez el huracán María la precedió). Ambas ocasiones coinciden en la inmunización general, y dos productos biológicos que exigen cuidados especiales (ahora refrigeración; antes, en tubos de vidrio con glicerina o directamente del cultivo viral – en la piel de la ubre de una vaca; por eso, “vacuna”).
Vemos otra vez su logística dirigida por militares, orientada a la ciudadanía por alcaldes y personal sanitario puertorriqueño con ayuda federal. Son proyectos de larga duración, que exigen filas y paciencia por parte de la ciudadanía.
¿Diferencias? En 1899 no había pandemia, ahora sí; la enfermedad era conocida, esta es completamente nueva; el conocimiento científico y las capacidades profesionales e institucionales eran mucho menores que ahora y a nivel popular se sabía poco de la ciencia detrás de la vacuna. En 1899, la mayoría del gasto lo sufragó el presupuesto insular; ahora, la mayor parte de los gastos corren por el gobierno federal. En 1899, la atención a necesidades individuales (educación de la comunidad, consentimiento informado, reacciones adversas, precauciones por embarazo, otras condiciones médicas) quedaba a discreción de cada médico. Ahora, en contraste, los más cualificados para juzgar la utilidad y seguridad del método, los profesionales de la salud, están entre los primeros vacunados, aquí y en Estados Unidos.
Hay grandes diferencias por la situación política, siempre determinante en la salud. Esta vez, el problema ha sido crucial en Estados Unidos en un año de elecciones. La presión para lograr la vacuna provocó temor a una indebida interferencia partidista, pero tuvo el efecto de prodigar recursos monetarios y humanos. En Puerto Rico, el comienzo de la epidemia reveló graves deficiencias de manejo en la administración pública, que emprende la inmunización bajo sospecha.
La vacunación de 1899 era obligatoria, no por solicitud del pueblo, sino impuesta por un ejército de ocupación para promover un nuevo régimen colonial, con censura periodística a las críticas y con la agresividad de una operación militar. Un gobierno constitucional puede imponer su voluntad en caso de emergencias perentorias; más todavía un régimen militar extranjero persuadido de su propia superioridad y benevolencia. En 2020, la mayoría de los ciudadanos han consentido a limitaciones de nuestros derechos para prevenir la aceleración de la epidemia, pero es poco probable que alguna sociedad libre de 1899 lograra imponer a sus ciudadanos lo que ocurrió aquí. En Brasil, en 1904, las medidas restrictivas fracasaron después de una semana de motines.
¿Cómo comparar resultados, si la campaña actual apenas empieza? La opinión pública y los problemas de implementación en 1899 son difíciles de precisar, por la censura de prensa y falta de más investigación. El éxito sanitario es innegable, pues la incidencia y la mortalidad de la viruela disminuyeron marcadamente. (Esto fomentó el descuido de la vacunación en años posteriores). Los últimos casos en Puerto Rico se vieron en 1921.
¿Qué podemos anticipar para 2021? Los medios noticiosos y sociales nos dejarán saber los problemas (grandes y pequeños, ciertos, ilusorios o fake). Tropiezos habrá, pero el gobierno debe informar al público, coordinar las acciones y evitar, en lo posible, las confusiones, aglomeraciones y esperas innecesarias. Por más efectiva que sea la planificación, gobierno y ciudadanos debemos estar preparados para las filas, quien quiera colarse y quien necesite atención especial. Costará millones (esperamos que sin “bonos” para intermediarios), tomará meses, y al terminar, no debemos bajar la guardia. A cambio, esperamos, como en 1899, la reducción drástica del riesgo de enfermar, la abolición del distanciamiento forzoso y la recuperación de las convivencias.
(Refiero los lectores a mi artículo en Bulletin of the History of Medicine, 1985, y al libro Pox, de Michael Willrich, 2011. Estos eventos claman por mayor investigación.)
José G. Rigau Pérez
Académico de número de la Academia Puertorriqueña de la Historia, médico epidemiólogo retirado del US Public Health Service y catedrático auxiliar ad honorem en las escuelas de Medicina y Salud Pública de la Universidad de Puerto Rico.
Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 30 de octubre de 2020.
Por Ramonita Vega Lugo
El cólera morbo fue la epidemia reinante en Puerto Rico entre 1855 y 1856. En aquel momento se desconocía su modo de transmisión. Desde el descubrimiento hecho por Robert Koch en 1884, sabemos que es una enfermedad contagiosa que se contrae al entrar en el organismo el microbio conocido como vibrio cholerae. Generalmente esto ocurre al ingerirse agua contaminada con materia fecal, el vómito de los infectados o comestibles impregnados con la diarrea colérica. Los síntomas de la enfermedad son diarreas repetidas, calambres intensos, convulsiones, vómitos y fiebres. Ante tal cuadro clínico de deshidratación, de no reponerse los fluidos, generalmente la muerte sobreviene en pocas horas.[1]
El saldo oficial de 25,820 muertos por el cólera morbo, desde noviembre de 1855 hasta fines del 1856, constituyó una gran catástrofe en Puerto Rico. Sin lugar a dudas, es el azote más mortífero en nuestra historia hasta el presente, con el mayor número de víctimas en un solo año.
Desde 1830, el gobierno español en Puerto Rico se mantenía en alerta, mientras el cólera azotaba otras islas del Caribe. Dadas las continuas comunicaciones e intercambios comerciales durante esos años, sorprende el hecho de que nuestra isla se mantuvo libre del flagelo a pesar de su presencia en las vecinas islas del Caribe: en Santo Domingo en l833; en Cuba hubo varios brotes (l833, l850, l853-54); en Santa Lucía: l834 y l854; en la Martinica: l835; en Jamaica: l850; en Bahamas: l852; en Nevis: l853; en Barbados y en Trinidad en el l854. [2] En octubre de 1855 se recibieron noticias en Puerto Rico sobre los estragos del cólera en Caracas. [3]
Desde comienzos del l855, La Gaceta de Puerto Rico reproducía del Eco Hispanoamericano una advertencia sobre los síntomas del cólera: «en tiempos de cólera todo malestar brusco o sin motivo como frío, calos fríos [sic], vértigos, desvanecimientos, palpitaciones, opresión, espasmos al pecho, cólicos, diarreas, ansias de vomitar, vómitos, inquietud en las piernas, cansancio grande sin motivo, calambres en piernas o brazos más o menos fuertes». [4] Estos síntomas aislados o en conjunto merecían mucha atención. Se recomendaba ejercitarse, tener una buena alimentación, no exponerse a cambios bruscos de temperatura para evitar el estrago o mitigar sus efectos, instrucciones muy poco plausibles en sociedades pobres. En cuanto al cuidado médico, recordemos que los facultativos escaseaban, sobre todo en las áreas rurales que constituían la mayor parte de Puerto Rico.
Las fuentes contemporáneas a la invasión del cólera dan fe del terror en que vivía la mayoría de la población por la llegada de una enfermedad cuyos síntomas de diarrea, calambres, vómitos, fiebres intensas y muerte inmediata o a las pocas horas, eran imprevistos y fulminantes.
Ante las noticias de cólera en las islas vecinas y Tierra Firme, las autoridades coloniales solicitaron a los alcaldes, «practicar indagaciones para saber si efectivamente se sufría el cólera en dichos puntos» [5] También se mantuvo un estricto cumplimiento de cuarentenas a los barcos. No obstante, su llegada fue inevitable. Luego de veinte años de prevenciones, el cólera entró el 10 de noviembre de 1855 por Naguabo, «precisamente un foco de negocios de reses que se transportaban a otras Antillas».[6] Otras versiones señalan que el cólera se introdujo por el mismo puerto de Naguabo en unos barriles de harina comprados en la vecina isla de Saint Thomas. Otros creen que la enfermedad se desarrolló por la introducción de unos sacos de cacao, por vía también de Saint Thomas, procedentes de Venezuela.[7]
A partir de su llegada por Naguabo, en noviembre de 1855, la isla se vio afectada por la epidemia en dirección de este a oeste. Se fue propagando de unos pueblos a otros y llegó al máximo de su expansión geográfica cuando invadió a Mayagüez y a San Germán, cuyos territorios municipales abarcaban gran parte del área sur y oeste del país.
La alarmante experiencia del cólera en los primeros municipios afectados sirvió de aviso y modelo para las medidas sanitarias a seguir en el oeste del país. A comienzos del 1856, el Corregidor de Mayagüez, Hilarión Pérez Guerra, propuso varias medidas para adopción inmediata si la enfermedad llegaba al pueblo. Se acordó crear una brigada para conducir enfermos a los hospitales; por la conducción de muertos se le pagaría un peso diario a los que se ocuparan de tales servicios. Tres regidores se ocuparían de escoger el sitio apropiado para ubicar un cementerio.[8]
Uno de los mecanismos practicados en Mayagüez desde el año anterior fue el de las visitas domiciliarias, realizadas por comisiones del cuerpo municipal. Además de inspeccionar las casas particulares, atendían a que hubiera el mayor aseo y limpieza en las calles, las pulperías y demás establecimientos de comestibles. Durante el mes de julio de l856, con el fin de mantener una mayor vigilancia, las visitas se realizaban cada 15 días. [9]
Otra disposición, aplicada en San Germán, fue evitar la aglomeración de personas dentro del casco urbano. Aquella medida para el distanciamiento social, se discutió en el Ayuntamiento de San Germán el 6 de agosto de 1856, a los pocos días de saberse de la llegada de la epidemia a Mayagüez. Los vecinos de San Germán se quejaban de que amigos y parientes querían venir de Mayagüez y alojarse en sus casas. Curiosamente, el comisario del barrio Guanajibo donde quedaba la guardarraya entre San Germán y Mayagüez, reportó el primer caso de cólera el 9 de agosto, el mismo día en que se aprobó finalmente la medida contra la aglomeración. Una mujer enfermó durante la madrugada y murió a las pocas horas. El comisario informó además la muerte de otro infectado y dos vecinos de la referida mujer que fueron atacados por el temido cólera. Uno de los vecinos contagiados acababa de llegar de Mayagüez. [10]
Mi investigación sobre el cólera en Puerto Rico, con énfasis en San Germán y Mayagüez, se propuso llenar un vacío historiográfico. La clave inicial para incursionar en la investigación sobre el cólera me la proveyó un ensayo sobre el abolicionismo puertorriqueño del profesor Alberto Cibes Viadé.
no existe un trabajo completo que estudie los orígenes y el curso de la epidemia (de cólera), así como sus efectos en la sociedad de mediados del siglo XIX…sin discusión posible, el azote de mayores víctimas que registran los rumbos médicos de la isla. [11]
Hace algunos años culminé una tesis sobre el cólera morbo en el Puerto Rico de mediados del siglo XIX, enfocada en San Germán y Mayagüez, como requisito final de mis primeros estudios graduados. Sin embargo, la investigación no solo continuó abierta sino en continua actualización[12].
La historiografía en torno a la epidemia en otros entornos es amplia. Existe gran variedad de publicaciones que exhiben abordajes interdisciplinarios, aplicados a la historia de la enfermedad a través del mundo y que asisten en una mejor comprensión de la epidemia, más allá de su rango médico. Además de la búsqueda tradicional en archivos y bibliotecas, he auscultado múltiples archivos digitales y bases de datos en internet, no disponibles en la época en que comencé mi investigación. Así también he recuperado documentos inéditos, sin contar los que aun permanecen secuestrados en colecciones particulares en archivos privados y siguen retando nuestros esfuerzos de búsqueda archivísticos. [13] Mi investigación, ya ampliada, está en su etapa final para publicación. Esta columna es un anticipo, apremiada por la dolorosa experiencia de la pandemia del COVID-19, 265 años después.
Mi estudio regional de los efectos del cólera en San Germán y Mayagüez durante el 1856 es una muestra de una profunda crisis sistémica que no fue ajena al resto de los pueblos puertorriqueños. Los testimonios dan fe del estado de alarma social y el sentido de indefensión que experimentaba el país. Su mención en documentos y prensa de la época es constante, especialmente en las actas de las reuniones de cabildo.[14] Gran parte del terror tenía que ver con la alta y rápida letalidad y la falta de una terapéutica efectiva.
Cuando el cólera llegó a Europa en 1830, el tratamiento se limitaba a recetar píldoras, eméticos o purgantes y sangrías. Estos eran los remedios más comunes y en ocasiones se utilizaban varios simultáneamente. Muchas veces el remedio era peor que la enfermedad. El uso de purgantes y sangrías dejaba al paciente agotado de sus fluidos vitales. Los enfermos morían deshidratados o a consecuencia de la falta de sangre provocada por las sangrías. La intervención médica más peligrosa fue la remoción deliberada de sangre ya agotada que al parecer de los médicos contenía el germen colérico. Para las sangrías era muy efectivo el uso de sanguijuelas incrustadas en el ano; por lo menos quince de ellas podían extraer aproximadamente una onza de sangre cada una. Se cree que decenas de miles de pacientes, con dichos tratamientos, fueron llevados a la tumba por sus médicos.[15]
En Puerto Rico la figura del médico toma un giro distinto a la luz de la labor realizada por el doctor Ramón Emeterio Betances Alacán, cuya gesta es mayormente recordada por sus luchas abolicionistas y separatistas.[16] Cuando Betances llega a Puerto Rico, graduado de doctor en medicina y cirugía de París, trajo consigo lo más reciente de las grandes corrientes de la medicina y la ciencia europea.[17] Según el historiador médico español Francisco Guerra, Betances había estudiado la enfermedad clínicamente con sus profesores de París, aunque todavía se desconocía la causa y el mecanismo de transmisión.[18] Cuando irrumpe la epidemia en la isla, Betances no sabía sobre la fuente de contagio y estaba consciente de que muchos de los tratamientos paliativos que se estilaban en Francia, eran casi imposibles de aplicar en Puerto Rico. Pero no por ello desmayó su entrega.
Durante la epidemia del cólera en Mayagüez (1856), se destacó atendiendo a los afectados, como cirujano de sanidad del Ayuntamiento, junto a José Francisco Basora, médico titular. No le convencían los tratamientos de entonces, por lo que experimentó exitosamente con eméticos (vomitivos).[19] Su experiencia con la epidemia del cólera en Mayagüez, le servirá años más tarde (1884), desterrado en París, para escribir sobre el tratamiento que aplicó a los invadidos por el microbio. Su escrito se publicó de nuevo en 1890, cuando ya era conocido el descubrimiento de Koch. Ante el temor de un nuevo brote que se expandía por distintos países latinoamericanos, le pareció oportuno reproducir su escrito en 1890, para dar a los médicos, además de las preventivas, las medidas curativas que han de poner en práctica…
En la nota introductoria a su publicación en 1890 y para reiterar la eficacia de su tratamiento, así lo afirma:
Este estudio se publicó en 1884, en tres artículos. Cada uno de esos artículos lleva la fecha del día en que salió a la luz, a más de la que existía, se ha hecho sobre el tratamiento; y la práctica de hoy no difiere de la de aquella época… las prescripciones que presento, las debo principalmente – aparte de mi experiencia propia – a los trabajos de los doctores W. Wakefield, Prouest y Lereboullet.[20]
A lo largo de las terribles jornadas de la epidemia del cólera en Mayagüez acaecida tres décadas antes trabajó día y noche. No exigía retribución a los pobres indigentes, sólo a las personas con recursos. [21] Según el doctor Rodríguez Vázquez, Betances es un mito real, inalcanzable en nuestro tiempo, un apasionado del trabajo y de sus ideas. En la memoria popular de antaño en Mayagüez, ricos y pobres reconocían a Betances como una figura ejemplar e inolvidable, sobre todo para aquellos a los que le aplazó su encuentro con la muerte. En el prócer se conjugaban la ciencia, la humanidad, la lealtad y la justicia.[22]
A mi modo de ver, el Betances político se forjó precisamente en el reconocimiento personal de las dificultades para sobrevivir en la colonia, mediante el intercambio de impresiones que obtuvo del trato directo que sostuvo como médico con pacientes de todas las clases sociales. Particularmente, el contacto de cerca con los esclavos y los desvalidos debió ser fundamental para entender la situación general de desigualdad e injusticia racial en su tierra natal.
Del total general de habitantes en Puerto Rico en el año 1854, (ascendía a 492,452), murió el 5.24%. Aunque el mayor número de fallecimientos se encuentra en la clase de color libre, cuando se compara con la población total el porcentaje mayor de muertes correspondió a la clase esclava. De la población esclava a la altura de 1854, murió el 11.66%, mientras que en la de color libre murió el 7.03% y en la blanca, el 2.41%. En la Isla en general murieron más hombres que mujeres en todos los grupos.
La epidemia de cólera en Puerto Rico se vincula con una merma significativa de esclavos, en momentos en que se encarecían los precios y la trata era perseguida en los mares por Inglaterra. Hubo haciendas que perdieron más de tres cuartas partes de su dotación.[23] Para los emancipados y libres no blancos, la epidemia fue también particularmente cruel. Haber obtenido la libertad no era garantía de nada. Ambos azotes, el cólera y la esclavitud, se nutrían de la racialización.
La siguiente gráfica ilustra, con distinción de género y raza, la distribución de las 25,820 víctimas del cólera en Puerto Rico. [24]
Los comisarios de barrio fueron quienes suministraron los datos para formar los padrones o estados diarios con detalle de los contagiados, curados, convalecientes, enfermos y muertos por el cólera. Como primeros en la línea de atención a los enfermos, estos funcionarios se contagiaron con frecuencia al igual que los médicos, otro personal sanitario y sacerdotes. Algunos comisarios fallecieron en el ejercicio de su deber, cuando acudían a prodigar cuidados mientras llegaba el médico. En Fajardo, se dio el caso de que todos los médicos fueron contagiados. Por otro lado, hubo enfermos que alegaban haberse salvado sin más aplicaciones que las del guasco, aceite con anamú y las fricciones con alcanfor y salvia.
A falta de un registro fotográfico, una descripción del paciente colérico por el doctor Ramón Emeterio Betances en su estudio sobre la enfermedad –publicado décadas después de su experiencia en Puerto Rico– nos acerca a la terrible experiencia del contagio:
El facies (sic) del enfermo expresa sus angustias y sufrimientos; y como no se le oculta el peligro en que se halla, la expresión del terror, que no se borra ni con el agotamiento de fuerzas en una cara enflaquecida y cuyos ojos se hunden en la órbita rodeada de una aureola violácea,. le da una fisionomía particular que no se olvida nunca más cuando se ha observado una sola vez.[25]
Para cuando Betances escribe su famoso tratado, ya se conocía la causa del cólera. Sus recomendaciones sobre el cuidado al paciente incluían eméticos (vomitivos) como la ipecacuana; para detener el vómito y contra la diarrea usaba el láudano, polvo de opio y elixir paregórico (del latin Paregoricus) mezcla de opio y alcohol. [26] Contra las diarreas debían usarse lavativas de vino caliente de Burdeos. Con cuidados higiénicos y de bienestar como el reposo, caldos, limonadas, paños de agua fresca en la frente, se lograba la curación. Según las circunstancias, el médico emplearía los excitantes internos como acetato de amoníaco, lactato de quinina en inyecciones, purgantes, baños, inhalaciones de oxígeno.[27]
La tragedia del cólera en Puerto Rico a mediados del siglo XIX no solamente aviva nuestra imaginación sobre los afectados. También abre vías para calibrar los esfuerzos gubernamentales por contener sus efectos sociales y económicos. De forma directa e indirecta, además, se identifican las condiciones de vida, los hábitos sanitarios y las costumbres que contextualizan la epidemia, algunas de los cuales persisten hasta hoy día.
Durante el año en que reinó el cólera, las actas municipales y la correspondencia remitida al gobierno central evidencian que la enfermedad desestabilizó la vida de los pueblos. La isla se vio afectada de forma general por la epidemia aunque el folklore aun mantiene sus mitos sobre el hecho. Uno de los más sostenidos tiene que ver con el pueblo de Morovis. Es preciso aclarar que el pueblo de Morovis no se salvó del cólera como repite el adagio popular: el cólera menos Morovis. El total de víctimas –cuatro– fue bajo en esa localidad; igual número que en Corozal y tres menos que en Aibonito. Son pocos decesos atribuibles al cólera, si se les compara con los reportados en San Germán (2,462) y Mayagüez (1,569). Según afirma el historiador Lidio Cruz Monclova, el único pueblo que sí pudiera haber escapado al cólera fue Adjuntas. Así parece ser, dado que Adjuntas no refleja víctimas en el informe oficial.[28]
Hubo dificultades comunes a casi todos los pueblos, particularmente la escasez de facultativos, la necesidad de improvisar hospitales y establecer cementerios, además de la ineficiencia de los cordones sanitarios. En zonas urbanas, los ayuntamientos ocuparon casas para levantar hospitales provisionales. En los campos, se experimentó un problema grave con los enterramientos pues los cementerios no eran suficientes y se dificultaba el traslado hacia otros puntos. Tanto en las áreas rurales como en los pueblos era menester enterrar con toda premura y generalmente se abrían fosas comunes y se arrojaban capas de cal en grandes cantidades. De ahí el nombre de colerientos que aún conservan esos sitios en algunos barrios. Los testimonios de la época dejan constancia de que los pobres se veían obligados a echar sus parientes en los zanjones de los coléricos, mientras que la gente pudiente recibía casi siempre sepultura, según su caudal.
Algo difícil de sostener fue el estricto control de los cordones sanitarios, en los que se le exigían pasaportes y papeletas de sanidad a los viajeros que iban de un pueblo a otro. Sobre todo en las áreas montañosas, los pasos de ríos anulaban el control sanitario y era continua la solicitud de los alcaldes para el libre tránsito de los vecinos cuando no había otros caminos para llegar a los poblados.
Más allá de los números y las estadísticas, cabe destacar la importancia de la investigación sobre los efectos de la epidemia en la sociedad del pasado y sus ecos en el presente. De algún modo pueden aleccionar sobre cuán frágiles son nuestros progresos y adelantos frente a un mal cuya forma de contagio y su resolución terapéutica no se podían precisar a ciencia cierta.
La documentación consultada manifiesta cuán inseguras eran las condiciones de salubridad a mediados del siglo XIX. Se advierte que el gobierno se veía imposibilitado para detener el avance de la epidemia. Un problema esencial era el desconocimiento sobre los modos de transmisión de la enfermedad era patente la escasez de médicos y de hospitales.
El gobierno español redobló sus esfuerzos para evitar la llegada del cólera y adoptó medidas preventivas para frenar su expansión, pero la enfermedad encontró terreno fértil en la falta de higiene de los pobres, por las condiciones críticas en las que vivían. En casi todos los lugares afectados, ese fue un aspecto interesante sobre el impacto social del cólera.
El examen general del estado social y económico del país a mediados del siglo XIX deja ver que la epidemia intensificó una situación ya precaria. En efecto, quedaron al descubierto cuán profundas y continuas eran las desigualdades sociales. Se confirma la teoría del historiador francés Louis Chevalier, sobre los patrones de comportamiento que se definen durante la epidemia. En síntesis, como cualquier otra crisis de esa envergadura, las epidemias resaltan los problemas o las situaciones de vulnerabilidad. Desde ese enfoque, la investigación sobre el cólera morbo confirma las condiciones insalubres en las que vivía una gran parte de la población. Se reconocía que los ricos podían morir de una plaga, pero esto sólo parecía subrayar que para los pobres la muerte era casi inevitable.
La población negra en general, los esclavos y los libertos, fueron las principales víctimas, particularmente los jóvenes en edad reproductiva. Los esclavos, en su mayoría, contaron con asistencia médica en las haciendas, pero esos cuidos tardíos no fueron suficientes para los miles que murieron. En la ciudad, los negros libres y sin recursos dejarían sus sobrevivientes al amparo de la caridad pública y de la beneficencia del gobierno. En un sentido real era la enfermedad de los pobres, pero los ricos no estuvieron inmunes por el modo de transmisión de la epidemia.[29]
En definitiva, al examinar el estado social y económico del país, el cólera iluminó e intensificó la crisis socio-económica que padecía la Isla. Se reconocen con el presente las continuidades en el sentido más desafortunado: particularmente la incapacidad del gobierno para controlar la expansión de la enfermedad. Entre muchas de las causas que imposibilitaron a las autoridades ejercer un control efectivo encontramos la insuficiencia de fondos para tomar medidas de prevención en cuanto a higiene, habilitación de hospitales, sostenimiento de cordones sanitarios, lazaretos y adquisición de medicamentos.
Como en la actualidad, la epidemia del cólera morbo logró expandirse con rapidez como consecuencia de las presiones económicas. El aislamiento no era conveniente para la producción el comercio de ningún modo. Las medidas de protección se pasaban por alto para dar rienda suelta a los negocios. El aislamiento mediante los cordones sanitarios y las cuarentenas provocaron conflictos en los pueblos, por temor tanto al cierre de negocios como al hambre y al contagio. Ese pasado nos resulta familiar en estos tiempos, aunque vivimos en la modernidad y con más recursos médicos e instituciones hospitalarias.
Por la grave desestabilización y penurias que provocó, el cólera se convirtió en una gran lección para el país. Contribuyó a entender la urgencia de legislar e implementar reformas sanitarias. Las instrucciones sobre medidas básicas de higiene fueron y siguen siendo clave para evitar los contagios. Este aspecto pudiera abordarse en otra investigación sobre la evolución de la sanidad y su relación con el desarrollo social y económico del país. Coincido con la aseveración del doctor Arana Soto de que el cólera contribuyó a patentizar la necesidad de reformas en la higiene y en el sistema de salud pública.
El impacto actual del Coronavirus o Covid 19 es tan alarmante en nuestro país y para la humanidad en general como lo fue el cólera a mediados del siglo XIX. El contagio y propagación de ambas se hace por medio de los humanos, quienes una vez contagiados lo transmiten de un sitio a otro. Ante las aflicciones más recientes que nos agobian y aíslan sin remedio, se reafirma la urgencia de insistir en la prevención con miras a evitar los contagios. Si de algo nos sirve aquella emergencia sanitaria de mediados del siglo XIX, es para entender que la prevención al contagio es imperativa para sobrevivir, sea cual fuere, la epidemia reinante.
[1] En 1884 el bacteriólogo prusiano Robert Koch descubrió el bacilo, en tanques de agua en Calcuta. Véase el contexto de la India con relación a su situación política y social en Sheldon Watts, Epidemias y poder. Historia, enfermedad, imperialismo. Barcelona: Editorial Andrés Bello, 2000, pp. 229-285. Aunque ha sido criticado en sus posturas conspirativas, el libro incita a la reflexión sobre las epidemias más allá de su carácter biológico. Cf. Reseña por Antonio Buj en http://www.ub.edu/geocrit/b3w-278.htm
[2] Salvador Arana Soto, La sanidad en Puerto Rico hasta l898. Barcelona: Medinaceli, SA.,1978 , pág. 54; Kenneth F. Kiple, «Cholera and Race in the Caribbean». Journal of Latin American Studies (l7) 1, mayo, l985: pp.161-67.
[3] Archivo General de Puerto Rico (en adelante AGPR), Documentos Municipales, San Juan, Actas de la Junta de Sanidad , 9 de octubre de 1855, f.137v.
[4] «Instrucción metódica por Dn. Tomás Fellicer», La Gaceta de Puerto Rico, 27 de sept- 3 de nov. de 1855; en «Precauciones que deben tomarse contra el cólera», 15 de nov.-17 de nov. de 1855.
[5] Archivo Histórico de San Germán (en adelante AHSG) , Circulares (1814-98), caja 382. La circular núm. 522, menciona en marzo de 1835 estar padeciéndose el cólera en Martinica.
[6] Manuel Quevedo Báez, Historia de la medicina y la cirugía en Puerto Rico. vol.1, San Juan: Asociación Médica de Puerto Rico, l946, pág. 175.
[7] Eduardo Neumann Gandía, Verdadera y auténtica historia de la ciudad de Ponce, ed. facsimilar, San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, l987, pág. 209.
[8] Archivo Histórico de Mayagüez (en adelante AHMM), Libro de Actas, l856, l4 de enero, f. 9r-v.
[9] AHSG, Copiador de oficios y partes de los comisarios de barrio al alcalde, Fondo Municipal, Salud, caja 366, 6 de agosto de l856.
[10] AHSG, Copiador de oficios y partes de los comisarios de barrio al Alcalde, Fondo Municipal, Salud, caja 366, 6 de agosto de l856.
[11] Alberto Cibes Viadé, El abolicionismo puertorriqueño. Río Piedras, Puerto Rico: Editorial Madre Isla, l975, pág.12. Estimulada por la aseveración del profesor Cibes Viadé, realicé varios trabajos monográficos de investigación y análisis sobre el cólera y la sanidad pública en Puerto Rico durante el siglo XIX. Entre otros escritos inéditos están: Invasión del cólera morbo en la Isla, 1855-56, investigación para tesina en Estudios Interdisciplinarios, Facultad de Humanidades, UPR-Río Piedras (en adelante UPRRP), 1982; La epidemia de cólera morbo en la villa de San Germán, aspecto social y económico, UPRRP,1984; La epidemia de cólera morbo en la villa de Mayagüez, UPRRP, 1985; La sanidad en tiempos del cólera, 1855 – 1856, UPRRP, 1986. Todos estos trabajos culminaron en mi tesis de maestría: Epidemia y Sociedad: El cólera en San Germán y Mayagüez, 1855- 56, tesis de Maestría dirigida por el doctor Fernando Picó, aprobada en 1989 por la Escuela Graduada de Historia de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.
[12] He presentado los hallazgos principales de la misma en varios foros académicos. A modo de ejemplo, en la Universidad de Costa Rica, tuve la oportunidad de comparar resultados con uno de los estudios que complementó el mío en sus inicios hace tres décadas. Se puede acceder a la conferencia en revista digital Diálogos: VOL. 9 (2008): Volumen especial 2008: 9º Congreso Centroamericano de Historia, DOI 10.15517/DRE.V9I0.31130,: Ramonita Vega Lugo, Efectos del cólera morbo en Puerto Rico y en Costa Rica a mediados del siglo XIX, presentada en panel: Historia de la Salud Pública, 9° Congreso Centroamericano de Historia, Universidad de Costa Rica, 22 de julio de 2008. Mi participación más reciente en foro sobre el cólera tuvo lugar en el Recinto de Ciencias Médicas de la Universidad de Puerto Rico, con la presentación: ¨La gran catástrofe del siglo XIX: el impacto del cólera morbo en San Germán y Mayagüez, 1856¨, durante la VI Cumbre de Historia de las Ciencias de la Salud, Panel 2. Investigaciones históricas sobre el Cólera en Puerto Rico, 9 de abril de 2019, evento organizado por el Dr. Hiram Arroyo y su equipo del Instituto de Historia de las Ciencias de la Salud (IHICIS). La Dra. Mayra Rosario Urrutia, participó a cargo de la ponencia magistral. Allí compartí escenario con tres colegas investigadores que en sus inicios validaron mi estudio como referencia para enfocarse en otros pueblos.
[13] Agradezco la colaboración de colegas historiadores e investigadores, quienes por largo tiempo me han brindado su apoyo y recomendación de lecturas, imposible incluir a todos. Entre ellos: el Dr. José Rigau Pérez, el Dr. Francisco Moscoso, el Dr. Héctor Feliciano Ramos, el Prof. Luis de la Rosa Martínez (qepd), el Dr. Salvador Arana Soto (qepd), el Dr. Fernando Bayrón Toro (qepd), el Dr. Fernando Picó (qepd), Walter Cardona Bonet (genealogías y variedad de archivos), Joseph Harrison (archivos digitales) y la Lcda. Zely Rivera. Además, merece mención aparte el Dr. Efraín Rodríguez Malavé, por su generoso envío de archivos interesantísimos sobre la contribución de la Medicina Naturopática en el tratamiento del cólera, pendientes de incorporar a mis escritos.
[14] Varios investigadores se ocupan del tema del cólera en otros puntos de Puerto Rico o focalizan en aspectos particulares. Siempre hará falta precisar otras experiencias e impactos de la epidemia en el Puerto Rico decimonónico, pero sin duda, hoy es mucho menor el vacío historiográfico citado por el profesor Cibes Viadé. Los efectos del cólera y otras epidemias sobre comerciantes, hacendados y sus negocios en la región de Mayagüez han sido analizados por Ricardo Camuñas Madera, ¨El progreso material y las epidemias de 1856 en Puerto Rico¨, Anuario de Historia de América Latina, ISSN-e 2194-3680, núm.29, 1992, págs. 241-277. Se destacan recientes los estudios graduados sobre el cólera en Arecibo por Daniel Mora Ortiz , los realizados para tesis doctoral por Vincent Fernández en San Juan y la novela histórica El Niño Azul, de la autoría del Dr. Bernard Christenson, inspirados en la epidemia en San Germán y Mayagüez. El Dr. Christenson ha contribuido también como médico infectólogo con otros escritos como ¨Climate Change and The Cholera Epidemic in Puerto Rico, 1855-56¨, en Boletín de la Asociación Médica de Puerto Rico, vol 100, núm.4, pp. 99-101 2008 (copia del artículo suministrado por la Lcda. Zely Rivera).
[15] Norman Howard-Jones, «Cholera Therapy in the l9th Century», Journal of the History of Medicine and Allied Sciences, Vol.27, núm.4, l972, p. 373.
[16] Distingo, entre tantos investigadores sobre el tema, a los colegas Francisco Moscoso y a Mario Cancel Sepúlveda, particularmente en la reflexión sobre los orígenes del Grito de Lares. Hay una amplia historiografía enfocada en la gesta abolicionista y revolucionaria de Betances. Entre los clásicos, solo una muestra de sus biógrafos: la labor pionera de Ada Suárez Díaz, los apuntes de su amigo Luis Bonafoux, estudios particulares como el de Andrés A. Ramos Mattei, , Manuel Maldonado Denis, Carlos M. Rama, Loida Figueroa, Arturo Morales Carrión, Salvador Brau, José Emilio González, José Ferrer Canales.
[17] Graduado en 1853 su tesis versó sobre Las causas del aborto. Véase la actividad médica y científica de Betances a partir del 1855 dividida en tres periodos por el Dr. Eduardo Rodríguez Vázquez, Op.cit., pp. 36-37.
[18] Citado por el historiador médico, Carlos Alexis Lugo Marrero, Ramón Emeterio Betances: el Médico de las Antillas. Revista de Medicina y Salud Pública, vol 44; 2015. Publicado el 5 de enero de 2016, recuperado el 11 marzo de 2019, https://medicinaysaludpublica.com/ramon-emeterio-betances-el-medico-de-las-antillas/ . El dato corresponde a cita de Francisco Guerra en ponencia de Lugo Marrero, presentada en el Panel III de la Tercera Conferencia Científica Internacional Betances-Martí. Centro de Estudios Martianos. La Habana, septiembre 16 de 2002.
[19] Eduardo Rodríguez Vázquez, “Un médico distinguido en la historia de la medicina de Puerto Rico”, Félix Ojeda y Paul Estrade, eds., Ramón Emeterio Betances, Escritos médicos y científicos, Volumen I, San Juan: Ediciones Puerto, 2008.
[20] Versión de 1890, original en francés, traducción de Salvador Arana. En Félix Ojeda y Paul Estrade, eds., Ramón Emeterio Betances, Escritos médicos y científicos, Obras Completas, Volumen I, San Juan: Ediciones Puerto, 2008, pág. 35.
[21] Ada Suárez Díaz, El Antillano, Biografía del Dr. Ramón Emeterio Betances 1827-1898. San Juan: Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe, 1988, pp. 31-38.
[22] Eduardo Rodríguez Vázquez, “Un médico distinguido en la historia de la medicina de Puerto Rico”, pág. 43.
[23] Arturo Morales Carrión, 207; Labor Gómez Acevedo, Organización y reglamentación del trabajo en el Puerto Rico del siglo XIX , San Juan, Puerto Rico: Instituto de Cultura Puertorriqueña, l970, pág. 50.
[24]«Memoria de Lemery», doc. fotocopiado, A.H.N., Sección de Ultramar, Gobierno de P.R., Leg.5082, exp.1.
[25] «Estudio sobre el cólera» por el Dr. Ramón E. Betances en Félix Ojeda y Paul Estrade, eds., Ramón Emeterio Betances, Escritos médicos y científicos, pág. 35.
[26] El llamado elixir paregórico es una mezcla de opio y alcohol. Quizás la más potente bebida con opio vendida en algún momento de la historia, en este caso a principios del siglo XX. Se utilizaba como base alcohol alcanforado de 46º y cada onza de elixir paregórico contenía unos 117 mg de opio, equivalentes a 12 mg de morfina Su uso básico era como antidiárreico. Las intoxicaciones opiáceas eran un riesgo potencial. Tomado de: https://es.wikipedia.org/wiki/Paregórico, recuperado 4 de abril de 2019. También lo define el diccionario Oxford como medicamento compuesto por extracto de opio y ácido benzoico que se empleaba como calmante.
[27] Ramón E. Betances, El cólera, historia, medidas profilácticas, síntomas y tratamiento, París: Imprenta Chaix, l890. En Quevedo Báez, pp.307-313. Una de las órdenes de higiene recomendada por Betances fue incendiar los ranchos de los esclavos. Este estudio lo reproducen Félix Ojeda y Paul Estrade, eds. Ramón Emeterio Betances, Escritos médicos y científicos, pág. 131.
[28] Lidio Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico, siglo XIX , 5a ed., vol. 1, San Juan, Puerto Rico: Editorial Universitaria, l979, pág. 342.
[29] Véase Archivo Parroquial de Mayagüez, Libro de Defunciones, II (1856). Encontré en una muestra de 116 defunciones en el barrio Sábalos de Mayagüez, lo que comprueba, en efecto, que la mayoría de los fallecidos tenían entre 20 y 39 años. Así también lo ha descrito Ángel de Barrios Román, como un desastre biológico y económico por atacar preferentemente a la edad de 20 años en adelante. Cf. Ángel de Barrios Román, Antropología socioeconómica en el Caribe, Santo Domingo, República Dominicana: Editora Quisqueyana, l974, pág. 255.
Dra. Ramonita Vega Lugo
Catedrática, Coordinadora Programa de Historia, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de Puerto Rico, Recinto Universitario de Mayagüez. Se doctoró en Filosofía y Letras en la Escuela Graduada de Historia de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras (UPRRP). Se concentró en Historia de Puerto Rico y el Caribe. En el año 2009 se publicó su libro Urbanismo y Sociedad: Mayagüez de Villa a Ciudad, 1836-1877, en el que según el director de la APH, José G. Rigau Pérez, quien la presentó en su investidura como académica, combina “dos de los asuntos que excitan el instinto investigativo” de la doctora Vega Lugo: Mayagüez y el desarrollo urbano.
El director de la Academia Puertorriqueña de la Historia, doctor José G. Rigau y el cuerpo de Académicos anuncian con mucho pesar el fallecimiento de la doctora Ivette Pérez Vega, Nuestra compañera fue incorporada en la Academia en 2009, con el Número de Medalla 18. Doctora en Filosofía y Letras por la Universidad de Valladolid con especialidad en Historia de las Américas, Ivette Pérez Vega era Catedrática del Departamento de Historia, Recinto de Río Piedras, de la Universidad de Puerto Rico e Investigadora en el Centro de Investigaciones Históricas de la misma institución. En 1985, Ediciones Huracán publicó El cielo y la tierra en sus manos: Los grandes propietarios en Ponce, 1816-1830 y en 2015, bajo el sello de Ediciones Puerto, apareció Las sociedades mercantiles de Ponce, 1816-1830. El comercio colonial y el poder político de los comerciantes ponceños durante el siglo 19 constituyeron sus temas preferidos de investigación. Fue además una estudiosa del arte caribeño. Vaya nuestro más sentido pésame a su familia, a sus colegas del Departamento de Historia y a sus estudiantes a lo largo de una dedicada carrera.
La Academia Puertorriqueña de la Historia,
su presidente, el doctor José G. Rigau;
el Consejo de Gobierno y el Pleno de Académicos
expresan sus más sentidas condolencias
a la historiadora, doctora Mayra Rosario Urrutia,
por la sensible pérdida de su esposo, Eddie López.
La Academia Puertorriqueña de la Historia le da la más cordial bienvenida a su nueva académica, María Dolores Luque Villafañe en ceremonia celebrada en el Archivo General de Puerto Rico. Su discurso de incorporación tuvo como título “Bernardo Vega: tabaquero ilustrado, 1885-1916”.
Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 21 de diciembre de 2018.
Por Aníbal Sepúlveda Rivera.
En febrero de 2016 visité por primera vez el faro de Culebrita y conocí los planes de Para la Naturaleza, dedicada por casi cincuenta años a la protección y conservación del patrimonio natural e histórico de la isla, y de una organización comunitaria de Culebra para rehabilitar la estructura y el ambiente natural de la pequeña isla, la más oriental de las islas de Puerto Rico. A partir de entonces me dediqué a conocer una parte de su historia. Me cautivó la enorme inversión que hizo nuestra sociedad durante el siglo 19 para asegurar el comercio y la navegación mediante sucesivos planes de alumbrado marítimo.
A pesar de que hoy el faro está maltratado por el tiempo, aun es rescatable. Como planificador e historiador creo que su luz estimulará la innovación y contribuirá a transformar actitudes y visiones hacia la naturaleza y el patrimonio construido en nuestro país. La fortaleza de Culebrita inspira serenidad y confianza en el futuro.
Hay algo mágico en los faros, destellan encantos y romances desde la tierra y el mar. Se concibieron para pensar en los demás, envían mensajes luminosos y sencillos de solidaridad y seguridad a los navegantes. Hoy, como siempre lo ha sido, pensar en los demás es un atributo indispensable para el futuro de la humanidad. El faro de Culebrita tiene esa virtud.
Este faro evoca sensaciones que invitan a la reflexión. Durante el 2016 esa fue una de mis tareas. Al escudriñar su historia en archivos y bibliotecas conocí entre otras cosas, al ingeniero que lo diseñó y descubrí sus aportaciones profesionales, que fueron muchas. Trabajó en Puerto Rico entre 1881 y 1887. Su nombre es Manuel Maese Peña.
Don Manuel preparó dos versiones del faro, ambas muy parecidas, una en 1881 y otra revisada en 1883. También se encargó de dirigir su construcción. Un dato fascinante es que la piedra con que está edificado proviene de la propia isla de Culebrita. Conocer el complejo proceso de su construcción es una forma de atisbar una geografía económica y social de la isla en el último tercio del siglo 19.
El faro se iluminó oficialmente el 25 de febrero de 1886. Estaba a cargo de dos torreros, el título que llevan esos personajes con nombres e historias poco conocidas que cuidaban los faros. Desde entonces es un centinela solitario que mira al mar océano en una frontera real e imaginaria que linda con las que los antiguos llamaron islas de los caníbales. Ilumina un peligroso pasaje de navegación definido y utilizado desde el siglo 16 hasta hoy como ruta de navegación entre Suramérica y el Atlántico.
Mirarlo desde el mar, que es desde donde vale observar los faros, pero también mirar a lo lejos desde la atalaya donde se ubica, es un detonador de la imaginación.
El faro de Culebrita es una hermosa metáfora. Convoca a pensar en lo efímero y lo eterno en medio de su solitaria y remota ubicación. Hay algo de eso en la actualidad de Puerto Rico.
Con el apoyo de muchos colaboradores, Para la Naturaleza se ha encargado de volver a prestarle atención al faro de Culebrita, rescatar su legado, su magia, su belleza estoica y emotiva. La nueva empresa, como lo hizo el faro con innumerables embarcaciones, hará llegar a buen puerto la tarea.
*Esta es una colaboración entre 80 grados y la Academia Puertorriqueña de la Historia en un afán compartido de estimular el debate plural y crítico sobre los procesos que constituyen nuestra historia.imprimir
Aníbal Sepúlveda Rivera
Catedrático Retirado de la UPR. Académico de Número de la Academia Puertorriqueña de la Historia. El profesor Sepúlveda estudió su bachillerato en la UPR-Río Piedras y su doctorado en la Universidad de Cornell en Nueva York. Es autor de San Juan: historia ilustrada de su desarrollo urbano, 1508-1898, Cangrejos-Santurce: historia ilustrada de su desarrollo urbano, 1519-1950, Puerto Rico Urbano: Atlas histórico del Puerto Rico urbano, y Acueducto: historia del agua en San Juan.
Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 19 de octubre de 2018.
Por Jorge Rigau.
Reducida hoy a reglamentos, preceptos generales restrictivos y la adherencia incondicional a códigos internacionales caducos, la conservación del patrimonio construido en Puerto Rico no ha rendido los frutos esperados. En los últimos años, solo un puñado de edificios históricos de valía ha sido restaurado o rescatado, pocos en comparación con el extenso caudal que hemos heredado y yace en deterioro.
Para denunciarlo, no valen las frases trilladas con que en nuestro país se exhorta a otros a hacer. Cansa ese proponer sin obrar para sermonear respecto al futuro del legado edilicio isleño. “Debemos”, “hay que”, “tenemos que” y otras aseveraciones afines se esgrimen como exhortaciones cívicas solemnes que, a fin de cuentas, resultan de poco peso cuando se desentienden de las complejidades inherentes a cualquier acción en pro del patrimonio edificado.
Sirve de ejemplo el estado actual de los centros tradicionales de los pueblos. Una y otra década se ha promovido su “revitalización”, pero hace años que dejaron de ser centro, de evocar tradición alguna o servir como punta de lanza para la recuperación económica del país. Y sin embargo, a estas alturas, alcaldes, políticos… ¡hasta economistas! siguen con el cuento. Los centros históricos volverán a ser centro cuando la bonanza económica de las zonas periferales y suburbanas viabilice su disfrute como centros de cultura, ocio, arte y recreación, con tiendas serias, no de chucherías. En base a ello se hará posible su segundo aire. Como pasó con el Viejo San Juan, pero que no acaba de cuajarse en el resto de la Isla porque —estemos claros— no todo pueblo puede considerarse imán turístico, no importa el sobrenombre perfumado con que se mercadee.
¿Quién quiere vivir en el centro de donde sea ahora mismo? ¿Cómo se atenderían allí las expectativas contemporáneas de espacialidad y privacidad? ¿O el tema del carro sin transportación colectiva efectiva? ¿Cómo redunda esto en la población envejeciente y la emigrante? Hasta ahora, las soluciones se han quedado cortas. Que si remodelar la plaza, cerrar calles, pintar, volver a pintar… ¿A quién atraen los edificios que bajo la Ley #212 de rehabilitación urbana se desarrollaron en Ponce, en su mayoría de líneas arquitectónicas bastas y terminaciones crudas?
El concepto de zona histórica —originalmente inspirado en proteger el mayor número de propiedades históricas del país— falló precisamente por ser restrictivo en fechas, también demasiado inclusivo en edificios y áreas de cobertura, sin distinguir su valor arquitectónico o potencial de rehabilitación. Los criterios meramente cronológicos resultaron cimiento débil para fomentar una cultura de conservación.
Sin fundamento filosófico ni conciencia de necesidades tecnológicas, la intervención en cualquier edificio histórico falla dos veces. Ausente una filosofía que respalde los criterios de intervención, se hace ininteligible su significado para la generación que lo recupera. Desentenderse de los problemas de construcción y las soluciones a largo plazo a que estos obligan, privan de vida extendida a cualquier obra que se restaura, vedando así su disfrute a generaciones subsiguientes. Sin hablar del desperdicio de dinero. ¿Cuántos edificios restaurados por el Instituto de Cultura, municipios y entes privados a través de los años ha habido que reparar una y otra vez?
Llegó la hora de sacar las zonas históricas de la nevera y descongelar reglamentos. Procede hacerlo sin nostalgia, descartando agendas identitarias que han prescrito, cediendo el paso a diseños contemporáneos que eventualmente habrán de considerarse históricos, aceptando de una vez y por todas que la mejor estrategia ante los edificios históricos ya se dilucidó por el conservacionista Ambrogio Annoni en Italia hace más de un siglo: antes que generalizar, atender los problemas caso por caso. Es cuestión de ponernos al día.
Jorge Rigau
El arquitecto es Académico de Número de la Academia Puertorriqueña de la Historia y profesor en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Puerto Rico. Se graduó de arquitecto de la Universidad de Cornell. Se especializa en la restauración de estructuras históricas. Como historiador de la arquitectura ha escrito varios libros entre ellos Puerto Rico, 1900 (1992); Havana/La Habana (1994); y Puerto Rico, then and now (2009).
Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 20 de diciembre de 2019.
Por Gervasio L. García.
En el país del reguetón y del reguetonero de más resonancia mundial hubo una vez en que no nos poníamos de acuerdo sobre la ortografía de ese género musical. Entonces los prejuicios arropaban las palabras que competían en la prensa nacional e internacional: raggaetón, regaetón, reggeatón, derivadas del reggae jamaiquino. La menos usada era reguetón, tal como suena, circulada por algunos en Panamá.
Pero en 2006, un año después del gran show de Daddy Yankee en el Madison Square Garden y de los tres Latin Grammys de Calle 13, la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española propuso incluir la palabra reguetón en el Diccionario de la Lengua Española (DLE) a instancias de su director José Luis Vega.[1] La propuesta descansó en la pesquisa sólida y los seductores argumentos de Maia Sherwood Droz. Sin acrobacias semánticas, ella propuso que en el caso de reguetón, “con grafía totalmente hispánica, fiel a su pronunciación y benévola a la vista…, fonética y ortografía casan perfectamente”. Y aunque reconoció la deuda de los raperos puertorriqueños (precursores de los reguetoneros) con el ritmo jamaiquino cantado en inglés, estos “no encontraron salida en los ritmos suaves del reggae” porque “cargaban con la rabia del marginado que quiere ser escuchado.”[2]
Esa rabia, y la de sus detractores, tiene historia y nos da la mejor pista para empezar a entender el asunto en su rabiosa complejidad. Se alimentó del deterioro social rampante: el desempleo desbocado, la escuela pública al garete, la corrupción oficial y las conductas violentas nacidas del narcotráfico. Así, “…la generación del reguetón entendió que el lenguaje crudo de la música, la sexualidad explícita y la jerga áspera callejera, no eran menos obscenos, violentos o moralmente cuestionables que el Puerto Rico de entonces.”[3]
El contexto era avasallador, hasta el punto de que ser proletario era un lujo; en palabras de Héctor Meléndez:
los empleos de tiempo parcial y la costumbre de vivir en desempleo forman una masa que desconoce el empleo permanente, la perspectiva de desarrollo, la familia estable, el ahorro de retiro, el seguro médico. Por tanto, quizá la sexualidad y la reproducción estén menos controladas por el régimen de producción allí donde el trabajo ha dejado de ser centro de la vida o se ha esfumado.[4]
En ese proceso, se desatan la familia tradicional, el control sexual y las normas éticas acostumbrados y “sobreviene el espectáculo erótico callejero que algunos, alarmados, califican de chabacano y productor de delito.”[5] Es un trasfondo que aceptarían hasta los críticos más tupidos del reguetón.
Al respecto, Leonardo Padura Fuentes, implacable crítico del ritmo (“ese ruido que viene de la calle del fondo”), acepta que “es la consecuencia de una desintegración social”. Es “una expresión de esa relación… con la sociedad a través de un arte en el que la vulgaridad, lo soez, lo promiscuo, el machismo agresivo tiene un espacio demasiado importante.”[6] Mas en su crítica ahistórica no figura el nombre de un solo reguetonero cubano, ni la letra de sus canciones. Pero sí destaca las palabras del primer Daddy Yankee que habló de “una pobre diabla a la que le encanta la gasolina y hay que darle más gasolina.”[7] En fin, que en la Antilla mayor los reguetoneros del patio se rozan con los cangris boricuas, a tal punto de que, en palabras de Padura, “El Estado trata de frenar y estigmatizar esa no-música. Pero los espacios que acogen conciertos de reguetoneros se abarrotan. Es muy jodido, pero lo cierto es que el reggaetón [sic] se ha convertido en la banda sonora del presente cubano.”[8]
El Caribe en la tarima
Pero guardemos por un rato el dilema de si el reguetón nos gusta o no, para enfrentarnos a la deslumbrante realidad histórica.
El Caribe, la región más explotada de la historia y tal vez de la historia más triste, emerge en el escenario global… En cierto modo el reguetón tal vez no sea un atraso, sino un avance… Quizás signifique que ahora el Caribe está saltando a la tarima de la historia y del mundo a exponer sus dotes… Una masa gigante se agrupa en torno a lo que algunos hubieron [sic] considerado ignorancia, vulgaridad, desorden, expectativas demasiado bajas del saber y de la vida. Pero es un modo de astucia, rabia y cultura, esta vez con impacto televisivo y mundial.[9]
Y lo que al principio pareció “solo deseo, consumo, ensueños genitales y fálicos, simulación de amenaza, sadomasoquismo, desahogo del ego y la furia”, dejó de serlo hace mucho tiempo.[10] Por eso, insisto, reguetón se escribe con h de Historia porque tiene evolución y desarrollo en el tiempo y en el espacio y es, además, una crónica excepcional del momento.
El reguetón de los bajos fondos, de los vídeos de mujeres-lagartijas acosadas por machos de irrefrenables comezones testiculares, pantalones mega-grandes, ritmos cansones y letras olvidables, dio paso a un género practicado por músicos con escuela. Ese fue el que se impuso a la larga porque hablaba de los problemas cotidianos con sorna social, descaro político y tonadas trabajadas y pegajosas. Del resto se encargó la insaciable industria disquera que descubrió un filón en la música más en sintonía con las muchedumbres jóvenes del planeta.
Cualquier género cultivado con cuidado musical y una generosa inversión de trabajo, puede trascender los prejuicios y ser la voz de varias generaciones y clases sociales.[11]
–Laura Rivera Meléndez
No tengo espacio para resumir esa larga evolución que nos ha traído aquí. Pero sería injusto olvidar a los pioneros, a los que se atrevieron a componer, arreglar, cantar y tentar. En primer lugar, Tego Calderón (con el álbum El Abayarde, 2002), exaltado por Frances Negrón-Muntaner como el que “fusionó un estilo reguetonero experimental fuertemente enraizado en la estética de la salsa clásica de la clase trabajadora caribeña con una fuerte dosis de hip-hop, lo que nos retrotrajo a las raíces afro-musicales de la diáspora.”[12] Calderón (Santurce, 1972) fue a la Escuela Libre de Música en San Juan donde estudió percusión y composición. Jasmine Gard recalca que sus “rimas son finas y minimalistas, con poco espacio para las tonterías.” [13]
El papacito de la gasolina
Es decir, Gasolina de Daddy Yankee (Río Piedras, 1977) tenía trasfondo. Cuando este inauguró su gira estadounidense en el Madison Square Garden (2006) ya había cantado ante multitudes en América Latina y la canción figuró en la lista de las más escuchadas. Gasolina prendió porque el mercado estaba en llamas, ayudado, claro está, por el machismo sin fronteras.
El Daddy compartió la clave del éxito con Jon Pareles, crítico de la música popular del New York Times:
La radio solo quiere la música fiestera. Eso es necesario para vender discos porque uno no se siente serio todo el tiempo. Pero uno no siempre se siente feliz y a veces uno necesita escuchar un mensaje que te haga pensar. Por eso somos más populares. Es un balance y la gente nos siente. Creo que poco a poco vamos a conquistarlo todo.[14]
En la calle del medio
Lo nuestro no hay nadie que nos lo quite. Por más nieve que tiren aquí la nieve se derrite. Aunque siembren las raíces como les dé la gana Los palos de pana no dan manzanas.[15] –Residente
Menos fiestero pero más crítico social, con la ironía política subida, irrumpió Calle 13 (2006). Su autodefinición lo dice casi todo: “[yo soy como] el sistema digestivo que transforma la basura del deseo, de la política y de la violencia, en lenguaje útil para criticar el estatus quo.”[16] Los textos y la música nacidos de René Pérez Joglar (Residente, 1978) y Eduardo José Cabra (Visitante, 1978), integrantes del dúo, venían armados de estudios formales. Cabra estudió piano, saxofón y flauta, y aprendió guitarra por su cuenta. Pérez estudió en la Escuela de Artes Plásticas de San Juan y luego hizo una maestría en “animación” en el Savannah College of Art and Design del estado de Georgia. Después de 2006 sus producciones fueron coronadas por 9 Latin Grammys y otras distinciones. [17]
En Latinoamérica, de 2011, (“Soy América Latina,… un pueblo sin piernas pero que camina.”) ya era neta la huella de Rubén Blades y en Hijos del cañaveral (2017), Residente en solitario, expone “Nuestro aguante ha sido digno, somos los versos que no cantan nuestro himno”. Era la lejana música de fondo del momento más dramático de la historia entera del país.
El verano de la desnudez
… el Estado construye ficciones y… no puede gobernar sin construir ficciones. No se puede gobernar con la pura coerción. Es necesario gobernar con la creencia, y una de las funciones básicas del Estado es hacer creer, y que las estrategias de hacer creer tienen mucho que ver con la construcción de ficciones.[18]
–Ricardo Piglia
El dramón de la acelerada descomposición del poder agarró fuerza en el verano de 2019. No fue un desbocaire cualquiera porque el gobernante decidió, contra la sensatez política más primaria, despedir al entonces secretario de Hacienda, pero que también fue Secretario de la Oficina de Gerencia y Presupuesto (principal oficial financiero del gobierno), y hasta Secretario de la Gobernación. Este peso pesado de la administración cometió el error –según el gobernador Ricardo Rosselló– de denunciar sin consultarlo antes y en un programa radial, la existencia de un esquema de extorsión por parte de una “mafia institucional” en el Departamento de Hacienda. En vez de abrazarlo y lanzar una investigación instantánea, lo despidió porque este aireó sus denuncias “en los medios… sin notificar sobre estas acciones a las autoridades pertinentes dentro del gobierno.”[19]
Ya el Secretario había visitado al FBI la semana anterior para denunciar “… a funcionarios que han tratado de extorsionarme y han entrado ilegalmente en los récords de pasados clientes míos cuando estaba en el sector privado.” Se trató de una cruda venta de influencias, extorsión y soborno que provocó su petición de una escolta policial.[20]
A este cornetazo se sumó, unas dos semanas después, el arresto por el FBI de la exsecretaria de Educación, y de la exdirectora de la Administración de Salud, acusadas de conspirar un fraude de 15.5 millones de dólares mediante la alteración de contratos de consultoría con fondos federales.[21]
Gran trabajo guys! Cogemos de pendejo hasta los nuestros.[22] –Ricardo Rosselló
La ficción del gobernante como el serio y celoso guardián de la ley, el orden y el respeto al ciudadano, se hizo polvo el 8 y el 13 de julio de 2019, sin música de reguetón. En esos días circuló, gracias al Centro de Periodismo Investigativo, la transcripción de unas conversaciones secretas (un chat de WhatsApp) del gobernador con sus “brothers” y funcionarios más íntimos.[23] Era un grupito de “blanquitos”, borrachos de prejuicios, cómplices del capitalismo imperial –como diría Arcadio Díaz Quiñones. En repetidas charlas, muchas veces en horas de trabajo, intercambiaron comentarios rastreros, misóginos, homofóbicos y burlones contra las feministas, los políticos propios y de la oposición, los artistas y los periodistas distinguidos.
La burla llegó al extremo de insinuarse que una compañera senadora (del mismo partido del gobernador y sus secuaces), había sido prostituta; un senador (del partido rival) cornudo y homosexual y hasta se inventaron la razón de ser de la homosexualidad de Ricky Martin.[24] Pero las vulgaridades de “la manada” palidecieron ante las groserías del gobernador, el más bajo e insensible de todos. Es decir, a cafre no le ganaba ni el reguetonero más tráfala. La suerte estaba echada porque el poder siempre prefiere el secreto. No quiere ni aguanta que lo vean desnudo.
De pronto se desdibujaron y se difuminaron los políticos tradicionales, fieles creyentes de que “el negocio no consiste en resolver los problemas sino en administrarlos.”[26] El país “harto del abuso y de la burla, se tiró a la calle para sacar de la gobernación a un sujeto que nunca mereció serlo” sentenció Benjamín Torres Gotay.[27]
La multitud que llenó la autopista central de la isla el 22 de julio de 2019, en la protesta pública más numerosa de la historia del país, fue convocada primero por la Colectiva Feminista en Construcción que, entre otras cosas, repudió el machismo y la homofobia arraigados en el gobierno de Puerto Rico, y por Residente y Bad Bunny, dos reguetoneros de buena cepa, y Ricky Martin, cantante de pop urbano. [28]Estos y sus afines fueron el rostro y la voz de la indignación colectiva porque eran auténticos, reales, a cara lavada, con la cicatriz del AK-47, los tatuajes, el pelo torturado de diseños. Pero, sobre todo, porque siempre miraron de frente, con la crítica alborotada y la palabra soez y contestataria y las verdades crudas y antipáticas a los que se servían del poder.
El himno de la indignación, Afilando los cuchillos, cuajado por Residente, iLe y Bad Bunny, en vísperas de la marcha que precipitó la renuncia del títere gobernador, resuena todavía por certero, sentido y combativo. Destacan que los reguetoneros no son los acusados de lavar dinero sino los bandoleros del gobierno. Y a diferencia de ellos dicen las cosas de frente y no en chats. Además, si la opinión popular insiste en que el gobernador renuncie y no lo hace por caradura, “entonces estamos en dictadura.” Recalcan el tema de la renuncia “pa que nadie salga herido.” Y concluyen que “la furia es el único partido que nos une… Eres un corrupto que de corruptos coge consejos. Arranca pa’l carajo y vete lejos y denle la bienvenida a la generación del Yo no me dejo.”[29]
La historia inmediata
Si todo lo que veo es negativo Si hablo mis vivencias Dicen que promuevo la violencia Por lo visto la democracia es a conveniencia Nos han puesto un sello, pero La mayoría de nosotros somos más gente que ellos.[30] –Eddie Dee
En conclusión, el reguetón es la crónica, el periódico de estos tiempos, como lo fueron la plena y la salsa. Recoge los sentimientos, las carencias y las ilusiones, marcadas por el origen de clase y los horizontes encogidos. Es la insatisfacción con “la democracia de la conveniencia” de los políticos, el sentir del que no tiene el poder económico ni el saber académico, pero domina y se relame en la palabra suelta, la ironía libre y los ritmos sintonizados al bregar de todos los días.
En la palabra reguetón está una de sus claves. “El –‘tón’ es, dice Maia Sherwood, … la manifestación lingüística de la necesidad de ponerle fuerza al reggae… el –‘ón’- es un sufijo aumentativo, intensivo y expresivo que “forma sustantivo de acción o efecto, que suele denotar algo repetitivo o violento. Como consonante para formar la sílaba, se eligió la -t- que aportó también contundencia.”[31]
En un escenario marcado por la corrupción, los privilegios de los enchufados (amigos, familiares e hijos “talentosos”) en el gobierno y la legislatura; la pobreza, la desigualdad y el desempleo, y donde miles de estudiantes exhiben diplomas de escuela superior firmados por dos secretarios de Educación ladrones, lo menos que merece el país es un buen reguetón, despacito o rapidito, atrevido y sin concesiones.
Referencias
[1]El Nuevo Día, 31 de julio de 2017. Ver Jon Pareles, “Reggaeton’s Big Star Hits the Big Time”, New York Times, August 25, 2005; Frances Negrón-Muntaner y Raquel Z. Rivera, “Reggaeton Nation”, NACLA Report on the Americas, March 13, 2008, en htpps://nacla.org/magazine
[2] Maia Sherwood Droz, “Reguetón: una propuesta ortográfica”, El Nuevo Día, 4 de mayo de 2006.
[6] Citado por Patricio Zunini, Infobae, 23 de marzo de 2018, en https:www.infobae.com/america/.
[7] Leonardo Padura, “La educación sentimental. (El reguetón, el protagonista, el villano)”. Rebelión. 30 de noviembre de 2008, en www.rebelion.org/noticia
[8] Leonardo Padura, “Cuba sufre una grave pérdida de valores y degradación moral”, (entrevista, La Vanguardia, 3 de febrero de 2018, en https://www.lavanguardia.com
[12] Negrón-Muntaner, op.cit. Este resumen descansa en su erudita y sensible investigación.
[13] Tego Calderón, IMDb [Ratings and Reviews for New Movies and TV Shows], s.f., en https://www.imdb.com; Jasmine Gard NPR [National Public Radio], 23 de mayo de 2013, en https:www.npr.org
[14] Citado por Jon Pareles, “Reggaeton’s Big Star Hits the Big Time”, TheNew York Times, August 25, 2005. Ver Jason Birchmeier, “Daddy Yankee biography”, en https:www.allmusic.com. Yankee se crió en el caserío de Villa Kennedy y su padre fue bongosero.
[17] Virginia Gorlinski, “Calle 13, Puerto Rican Music Group”, en https:www.britannica.com
[18] Arcadio Díaz Quiñones y otros (eds.), Ricardo Piglia, Conversación en Princeton. PLAS Cuadernos, Number 2, Program in Latin American Studies, Princeton University, 1998, p.20.
[22] “El chat de la vergüenza”, El Nuevo Día, 14 de julio de 2019, p. 3.
[23] El Centro de Periodismo Investigativo fue creado en 2007 por Omaya Sosa Pascual y Oscar J. Serrano para fomentar el acceso a la información de los ciudadanos.
Doctor por la Universidad de París, es Catedrático del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico. Autor de ensayos y libros relacionados con la historia de Puerto Rico, ha publicado numerosos artículos relacionados con la misma temática en diversas revistas profesionales y forma parte del Consejo Editorial de la revista Op. Cit., que publica el Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico. Colaborador de 80grados.
Columna originalmente publicada en 80 Grados, el 16 de noviembre de 2018.
Por María de los Ángeles Castro Arroyo.
Con 87 años y una memoria sorprendente para su edad, Gervasio A. García Díaz plasmó en una libreta los recuerdos de su incumbencia en la alcaldía de Caguas. Había asumido el cargo interinamente el 27 de octubre de 1899, en los calamitosos días que siguieron al huracán San Ciriaco (8 de agosto), para sustituir al alcalde en propiedad que tuvo que reunirse con su familia en San Juan. Luego resultó electo para los términos de 1900-1902, 1902-1904, 1904-1906 y 1910-1914.
La lectura de estas memorias conduce a los comienzos del proceso de modernización de Caguas, capitaneado por un alcalde profundamente comprometido con la ciudad que lo adoptó (había nacido en Cayey) y cuyo empeño fue convertirla en la segunda de Puerto Rico. La devastación ocasionada por San Ciriaco, un huracán comparable en fuerza con María, que nos azotó el 20 de septiembre de 2017, supuso para él un enorme reto ante la urgencia de reconstruir una ciudad venida abajo tanto por los efectos directos del huracán como por rezagos heredados del régimen anterior.
El contenido de las memorias es fiel a su título.Enfoca sus esfuerzos por dotar a Caguas de todos aquellos adelantos que el ideario liberal autonomista del siglo 19 identificaba con el progreso, con la entrada del país en la modernidad. Así, le vemos preocupado por el aseo urbano y la salud pública, por los abastos de agua y carne para la población, por la cultura y la educación a todos los niveles hasta el universitario, incluida la necesidad de contar con una biblioteca, por la industrialización y atracción de inversionistas (la Colectiva y la Central Santa Juana), por obras públicas como las del alumbrado, el acueducto y los caminos, por adelantos como el del ferrocarril, el crecimiento del pueblo mediante la distribución de solares e incluso por el ocio bajo principios éticos y estéticos como evidencia lo que nos cuenta sobre los casinos. Está al tanto de la evolución de otras ciudades y no vacila en calcar o emular modelos ya aplicados, cual es el caso del reglamento para el cuerpo de bomberos y para la prostitución, o de buscar ayuda técnica y económica fuera de sus predios cuando es necesario.
De su vida personal solo menciona ligeramente los efectos del huracán en su casa, con hijos infantes, entre ellos una niña recién nacida, y sobre su almacén y tienda de comestibles. Lo que sí deja saber es su sucesiva filiación política: autonomista, liberal, federal, unionista e independentista. Y no vaciló a la hora de denunciar prácticas viciosas atribuidas a los republicanos, sobre todo la de los nombramientos y actuaciones de los jueces mediante tretas para ganar adeptos. Ni tampoco de mostrar su inconformidad con ciertas acciones políticas de sus propios correligionarios o ante directrices emitidas por el gobierno central.
Sobre la invasión del 98 informa que en Caguas las tropas fueron bien recibidas y algunos incidentes habidos con las tropas allí acuarteladas. No llora a España, que entregó la Isla a Estados Unidos, a la vez que repudia la conocida promesa del general Miles. Frente al discurso del general invasor, antepone las libertades ganadas a la vieja metrópoli, encabezadas por la abolición de la esclavitud y de la libreta de jornaleros y la autonomía política, puntas de lanza de los liberales decimonónicos, si bien bajo la afirmación de que “Puerto Rico no necesitaba ayuda ni la necesitó de la madre España”. Una de sus medidas más reveladoras es la sustitución de los nombres de las calles heredados del régimen español para recordar los del procerato criollo decimonónico, lo que le costó irónicas críticas de los republicanos. Y recibió al presidente Theodore Roosevelt a su paso por la ciudad camino de la capital con todos los honores, mas también con un cruzacalles en el que se pedía el gobierno propio para Puerto Rico.
En fin, la minuciosa descripción que hace García Díaz del estado crítico en que recibió la ciudad y de las penurias de la población tras San Ciriaco reseñan condiciones que debieron repetirse en la mayoría de los pueblos del país. Lo particular de estas memorias radica en las acciones que toma el alcalde para iniciar la reconstrucción bajo postulados de la modernidad. Su meta fue sacar a la ciudad del atraso en que se encontraba. En sus propias palabras: que “su pueblo figurara y fuera la segunda ciudad en el orden moral y material en ornato, limpieza y en todo lo que fuera adelanto moderno y civilización”. En su obra, se nos revela como un hombre entre siglos, que cronológicamente lo fue pues nació en 1854 y murió en 1944, a los 89 años. Dos magnos eventos lanzan su gestión administrativa: la invasión del 98 y San Ciriaco, ubicándolo también entre imperios, entre el antiguo régimen y el potencial de innovación mediante la modernización soñada por los liberales decimonónicos. Se nos revela como un hombre práctico, administrador previsor y crítico, comprometido con lograr una impostergable transformación urbana y cívica, decidido y firme en sus objetivos, decisiones y acciones, pero a la vez solidario y compasivo con sus compueblanos.
María de los Ángeles Castro Arroyo
(Ph.D., Madrid, Universidad Complutense, 1976) es catedrática jubilada de Historia de la Facultad de Humanidades, Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. Es autora de los libros Remigio, Historia de un hombre. Las memorias de Ángel Rivero Méndez (2008), La Fortaleza de Santa Catalina (2005), Arquitectura en San Juan de Puerto Rico. Siglo XIX (1980) y San Juan de Puerto Rico. La ciudad a través del tiempo (2000). Es co-autora de los libros: Ramón Power y Giralt, diputado puertorriqueño a las cortes generales y extraordinarias de España, 1810-1813 (2012); Los primeros pasos: una bibliografía para empezar a investigar la historia de Puerto Rico (1984, 1987, 1994), América Latina: temas y problemas (1994), La Carretera Central. Un viaje escénico a la historia de Puerto Rico (1997), y Puerto Rico en su historia. El rescate de la memoria (2001). Es co-fundadora de Op.Cit. Revista del Centro de Investigaciones Históricas (UPR). Fue distinguida como Humanista del Año 2011 por la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades y es miembro electo de la Academia Puertorriqueña de la Historia.